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jueves, diciembre 12, 2024

Formas de veneno

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Carlos Pérez Torres
Carlos Pérez Torres
Carlos Pérez Torres (Málaga, 1958) es escritor y educador. Licenciado en Filología inglesa, ha trabajado muchos años dando clases de Literatura en institutos de Málaga y su provincia. Entre sus obras narrativas destacan títulos como «Nico y Aurora» (2008), «Relatos del impostor» (2016), “Círculos concéntricos” (2018), «Notas al margen» (2022) y «Mala conciencia» (2023). En poesía, entre otros libros, ha publicado «Temblor» (2000), «Razón de convivencia» (2006), o «Antología privada» (2019), y prepara actualmente «Horas de insomnio». También es articulista y autor de novelas de infantil/juvenil.

La literatura es una enfermedad contagiosa, y yo aquí me comporto como un bicho malo que reaparece cada semana con la intención de picarle a todo el que me lea. De todas formas, la distancia que simboliza la pantalla actúa como freno o salvaguarda, y muchas veces el flujo entre escritores y lectores queda congelado en un mundo de silencios. La picadura es más efectiva en aquellos encuentros presenciales que dan altavoz a la letra impresa justo delante de los oyentes, esas víctimas propiciatorias para el veneno que se les inocula a través de palabras y ritmos, fábulas y cuentos, leyendas y mitos.

En los albores de todas las civilizaciones y culturas a lo largo de los tiempos, las magias, las supersticiones, los poemas y las historias siempre se transmitieron oralmente. En pequeña escala, también en los albores de nuestras propias vidas todo el caudal literario que excitaba nuestras ingenuas sensibilidades y abría nuestros corazones infantiles a un universo de fantasías maravillosas o sobrecogedoras, era posible gracias a nuestros mayores, tantos y tantos abuelos y padres que han cantado canciones y han contado cuentos.

Mis labores profesionales recientes también han incluido muchos recreos convocando al alumnado del instituto a la biblioteca sólo para oír en silencio los textos literarios previamente escogidos que alguien les leía, sin más compromiso o responsabilidad que el de compartir un rato en torno a los libros. Un pequeño grupo de alumnos siempre asistía voluntariamente, y en ellos fundábamos algunos profesores la esperanza de que el modelo de un adulto que vive momentos gratificantes a través de la lectura, tuviera efectos benéficos, al menos en la adquisición del hábito lector y en la afición por la literatura.

Sin embargo, las sociedades actuales, llenas de ansiedades y urgencias, dejan cada vez menos resquicios para propiciar el encuentro reposado de alguien que lee o cuenta cosas frente a un grupo de oyentes, cada uno con su respiración y su sangre predispuestas a la captura de momentos placenteros y a la liturgia de la sorpresa o el hallazgo.

Por eso me gustó tanto conocer la función del lector de las fábricas de tabaco en Cuba, y me parece loable luchar por mantener vigente en estos tiempos una costumbre tan hermosa. En sus inicios, allá por 1865, algunos trabajadores de las llamadas “tabaquerías” eran designados para leer ante todos sus compañeros obras de literatura principalmente, pero también noticias del periódico o artículos de revistas. Y no precisamente porque fueran analfabetos – muchos no lo eran en absoluto –, sino porque la gente no tenía tiempo para leer, y porque esta actividad se impulsó desde el principio como una misión educativa y divulgativa, eligiéndose y alternándose cuidadosamente muchos clásicos de la literatura universal con piezas de actualidad o economía.

Tales prácticas no tenían analogía en otras partes del mundo, pero las fueron extendiendo los propios tabaqueros que emigraron de Cuba, y pronto esta tradición alcanzó a lugares como México, Puerto Rico, la República Dominicana y algunos núcleos en Estados Unidos, con mención especial para las ciudades de Tampa o Cayo Hueso en el estado de Florida, porque, sorprendentemente, se comprobó que la tarea de los “lectores de tabaquería” no sólo entretenía a los obreros, sino que además hacía aumentar la producción y elevaba el nivel cultural de la población.

Montecristo es, probablemente, la marca de cigarros más conocida del mundo, pero pocos sabrán que su nombre se origina en el personaje de la novela “El Conde de Montecristo, de Alejandro Dumas, que fue leída por entregas, con absoluta aceptación y éxito insospechado, en la fábrica de La Habana donde se fundó la marca en 1935.

Después de este dato revelador, reservo ya mi aguijón por hoy, pero dejo en el ambiente, envueltas en el humo de los puros habanos, las huellas de ese gusanillo de la literatura, y las del calor que puede aportar cuando se transmite oralmente. Dos deliciosas formas de veneno.

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