14.3 C
Málaga
domingo, febrero 23, 2025

El jinete de los ojos rojos por María José Luque Fernández

Más leídos

El jinete de los ojos rojos

La marea azotaba con furia las rocas del acantilado, como si el océano intentara devorar la tierra en un arranque de odio ancestral. Los alaridos del viento se mezclaban con el estruendo de las olas, creando una sinfonía lúgubre que parecía anunciar la llegada de algo que no pertenecía a este mundo.

Un águila, silueta negra contra el cielo moribundo, planeaba en círculos, atrapada en las corrientes invisibles. No buscaba presa ni refugio. Solo observaba. Acechaba.

Desde la bruma que empezaba a enroscarse como dedos espectrales, emergió un jinete. Su caballo blanco no era un corcel común. Sus cascos no producían un galope natural, sino un sonido hueco, como si golpeara sobre tierra muerta. Su pelaje parecía relucir con un brillo cadavérico, y sus ojos… sus ojos eran dos pozos de sombra insondable.

El hombre que lo montaba vestía de negro, tan oscuro como la noche sin luna. Su cabello azabache caía en mechones desordenados sobre su rostro marmóreo. Pero eran sus ojos lo que hacía que la sangre se helara: rojos, ardientes, dos brasas que reflejaban el último estertor del sol. No había emoción en ellos. Ni vida.

Un pequeño símbolo colgaba de su cuello, oscilando con cada paso del rocín. No era una joya, ni un amuleto. Era algo más antiguo, algo que no debía existir. Aquellos que lo miraban demasiado tiempo sentían cómo una presión invisible les oprimía el pecho, como si la misma oscuridad se filtrara en sus almas.

El viento soplaba, pero no traía susurros dulces, sino lamentos. Voces frágiles, quebradas por el tiempo, que parecían suplicar en una lengua olvidada. La niebla se espesaba a su alrededor, formando figuras etéreas que se retorcían en la penumbra, como sombras de aquellos que habían osado seguir el camino del jinete antes que él.

Pero él no miraba a los lados. No se inmutaba. Su rostro permanecía inalterable, indiferente al horror que lo rodeaba. No era un hombre. No era un viajero. Era un presagio.

A cada paso que daba, la arena del camino se removía bajo su montura, pero tras él, el suelo se cerraba sobre su rastro, como si el mundo se apresurara a borrar cualquier indicio de su existencia. Nadie debía saber que había pasado por allí.

El águila graznó en lo alto. Su chillido no fue el de un ave, sino el de algo que comprendía demasiado bien el significado de la presencia del jinete.

Y entonces, como si el crepúsculo mismo lo devorara, su figura se desvaneció en la bruma.

Las olas siguieron rugiendo. El viento continuó su letanía de susurros. Pero el camino quedó vacío, como si nunca hubiera existido jinete alguno. Como si el mundo mismo hubiese tratado de olvidar que, por un instante, la muerte había cabalgado entre los vivos.

@María José Luque Fernández

@Imagen generada por IA

- Publicidad-

Otros títulos

spot_imgspot_imgspot_imgspot_img

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

- Publicidad -
spot_imgspot_imgspot_imgspot_img

Últimos artículos

Ir a la barra de herramientas