La humanidad, en su inagotable afán de demostrar su inteligencia, ha cultivado con esmero una especialidad milenaria: el abuso de autoridad. Esta fascinante práctica, que comenzó con el primer homínido que descubrió que una piedra en la mano le confería cierto poder sobre su vecino, ha evolucionado con elegancia hasta la era digital, donde ya no se necesita una porra, sino una línea de código.
En el amanecer de la historia, el poder se medía por la fuerza bruta. El jefe de la tribu era aquel capaz de cazar el mamut más grande y, de paso, imponer su criterio a garrotazo limpio. ¡Qué tiempos aquellos en los que la autoridad se entendía con claridad! Después llegaron las civilizaciones y con ellas, el ingenio. Se inventaron coronas, tronos y discursos que hablaban de linajes divinos, porque siempre es más fácil obedecer a alguien si te asegura que su derecho a mandar le fue otorgado por una deidad caprichosa.
Pero el tiempo no perdona, y las sociedades, inquietas, decidieron probar algo nuevo: la igualdad. Nacieron las democracias, se redactaron constituciones, y los libros de historia proclamaron que el poder residía en el pueblo. ¡Qué adorable ingenuidad! La autoridad, siempre hábil y camaleónica, se reinventó. Si ya no podía aplastarte con una armadura reluciente, lo haría desde un despacho bien iluminado, con leyes escritas en lenguaje críptico que solo entienden quienes las crean.
La modernidad trajo consigo una promesa de libertad que resultó ser, en muchos casos, un espejismo decorado con eslóganes pegajosos. Ahora, en pleno siglo XXI, el poder ha alcanzado su máximo esplendor: es invisible, impersonal y global. Ya no necesitas temer a un señor con bigote y uniforme; ahora es tu teléfono quien te dicta qué pensar, qué desear y, por supuesto, qué temer. Los algoritmos, esos amos silenciosos, deciden lo que ves y lo que no, mientras tú, satisfecho, proclamas tu independencia con un tuit indignado.
Lo más curioso es que, pese a las lecciones de la historia, la sociedad sigue cayendo en la misma trampa. La supremacía, ese deseo insaciable de sentirse por encima de los demás, ha cambiado de disfraz, pero mantiene intacta su esencia. Antaño eran coronas, después uniformes, y ahora son datos y opiniones que se imponen con la contundencia de una tendencia viral. El «yo tengo razón porque mi algoritmo me lo confirma» es el nuevo estandarte de una autoridad que no necesita justificación histórica, solo likes y compartidos.
En este recorrido por el abuso de poder, la humanidad ha demostrado una capacidad inigualable para tropezar con la misma piedra, una y otra vez. El escenario cambia, los protagonistas se renuevan, pero el guion permanece inalterable: unos pocos mandan, otros obedecen, y todos fingen que esta vez será diferente. Pero, claro, ¿qué sería del ser humano sin su inquebrantable fe en que la próxima generación, definitivamente, aprenderá de los errores del pasado?
Mientras tanto, sigamos disfrutando del espectáculo. La autoridad, como buen prestidigitador, continuará sacando conejos de su chistera, disfrazándose de libertad y vendiéndonos su último truco. Y nosotros, obedientes y convencidos de nuestra inteligencia, seguiremos aplaudiendo, sin darnos cuenta de que el verdadero truco es hacernos creer que alguna vez dejamos de ser súbditos.
@María José Luque Fernández
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