Mantenía Unamuno que el cristianismo tiene tres creencias: la fe, que es creer en lo que no vemos, la razón que es creer en lo que vemos, y la esperanza que es creer en lo que veremos. Si lo que veremos puede ser discutible entre quien lo predica y quien espera vivirlo, lo que vemos puede y debe ser interpretado a la luz de la razón por todos los personajes concernidos. Lo más complejo es la fe, es decir, creer en lo que no vemos, en lo que no conocemos ni entendemos, con el convencimiento de que, quien trata de persuadirnos tampoco lo sabe porque si lo supiera previamente carecería de fe.
Esta falta de conocimiento previo no justificado, ha llevado al mantenimiento de graves errores que la inteligencia y la razón han ido desgajando poco a poco del árbol de los conocimientos numinosos. Las grandes plagas que azotaron a la humanidad fueron consideradas enfermedades bíblicas, castigos divinos, a veces intencionadamente selectivos pues respetaban al pueblo escogido.
Sin embargo la enfermedad bíblica por excelencia ha sido la lepra, mal del cuerpo y del alma que afecta a la piel y a los nervios periféricos, cuya fisiopatología y tratamiento es hoy perfectamente conocida sobre todo a partir del descubrimiento de la bacteria, mycobacterium leprae, por el médico noruego que le dio su nombre “bacilo de Hansen”, de manera que ninguna forma de lepra puede hoy día identificarse con ninguna falta o pecado que pudiera cometerse.
Hacia 1859 Charles Darwin publicó “El origen de las especies”, un estudio personal tras la recopilación de datos y especímenes llevada a cabo en los cinco años de navegación a bordo del “Beagle”, del que deducía que toda la existencia que nos rodea es el producto de la evolución, siempre cambiante, llevada a cabo desde el origen de la vida hasta nuestro tiempo presente a fin de adaptarnos a él. No pudo especificar cómo fue el origen de la vida, pero cien años más tarde el desarrollo de la biología molecular demostró que la unión de cuatro bases nitrogenadas junto con compuestos de fósforo, carbono y azúcar, o nucleótidos, se conformaban como las primitivas hebras, tiras finísimas, que enseguida formarían nuestros genes portadores de nuestra identidad y características.
El seguimiento y estudio pormenorizado del desarrollo que tiene lugar en esta evolución explica muchas de las anomalías que se observan en los seres vivos que hoy en día englobamos bajo las siglas LGTBIQ, es decir, Lesbianas, Gais, Bisexuales y Transgénero y otras diversidades sexuales, o lo que es igual, reconoce que estas anomalías existen de forma discrecional en la naturaleza y no son producto de ningún pecado ni falta cometida por sus progenitores. Reconoce sencillamente que son seres vivos con peculiaridades que no hemos respetado, por desconocerlas, hasta ahora.
Nadie puede achacar hoy día, en su sano juicio, que un enfermo con síndrome de Down o con parálisis cerebral, tenga su origen en alguna imaginaria transgresión moral del comportamiento de sus padres, como tampoco es justo pensar que la degradación cerebral o Alzheimer de la última década de nuestra vida pueda deberse a deshonestos comportamientos en décadas previas.
La intransigencia detectada en numerosos colectivos conservadores a aceptar los avances bioquímicos o explicaciones genéticas de este tipo de trastornos, demuestra una ignorancia culpable de conocimientos y una ausencia de empatía, caridad o amor, abundantemente preconizados en nuestras relaciones sociales, cuyo escalón previo deja ver una fobia a todos los marginados y diferentes sean biológicos, físicos o culturales.
El desenlace entre este falso enfrentamiento entre fe y razón siempre estará dirimido por la verdad que proporciona el conocimiento debidamente contrastado y demostrado, y nunca podrá quedar al albur de teorías ciegas desprovistas de evidencias y propaladas, so pena de castigos inauditos, desde cualquier podio de dudosa cualificación.
Jesús Lobillo Ríos
Presidente del Ateneo Libre de Benalmádena