En muchos artículos hemos argumentado ya que la facultad para escribir y el privilegio de leer no hacen más que abrir horizontes y nuevas posibilidades. Por supuesto, también nos permiten transitar libremente por cualquier ruta del pensamiento, ya esté éste pegado a la realidad más previsible o sea deudor de la fantasía más imprevisible, ya se base en criterios arraigados o desarraigados, vinculantes o no con las coordenadas sociopolíticas que lo vieron nacer. No sé si lo harán o no las bebidas “energizantes”, pero los procesos de lectura y escritura sí que nos dan alas, y ya es hora de hacer ver que esa libertad de la que hablo no se queda siempre en el reducto íntimo de cada individuo, sino que muchas veces trasciende a la colectividad.
Un escritor puede cuestionarlo todo, puede contravenir las normas establecidas. No hay más que fijarse en la furia con la que las dictaduras han combatido siempre la libertad de expresión, en cualquier latitud geográfica o época histórica. Pruebe el lector a repasar la larga nómina de autores que, en distintos continentes, se han visto forzados a exiliarse después de un conflicto, una guerra, un golpe de estado. En todos esos países y circunstancias, la disyuntiva moral era la misma: mantener la integridad o salvar el pellejo.
La famosa escena de la hoguera con los libros de caballerías en El Quijote es ambivalente porque, en principio, nos presenta la acción bienintencionada de personas que intentan preservar la salud mental de alguien a quien estiman y a quien quieren proteger, pero analizando los segundos y terceros significados vemos que esos fines altruistas pueden verse empañados por la turbiedad de unos medios demasiado drásticos, y la subjetividad inicial puede verse dañada por la atrocidad de unas consecuencias objetivamente irreparables. En cualquier caso, ¿quién y con qué derecho puede decidir qué libros son inconvenientes o transgresores, y para quién? Aunque alguien pretendiera hacer un bien de esa manera, podría estar haciendo un mal de muchas otras.
Es como contraponer el valor purificador del fuego, tan presente en los rituales de nuestros ancestros mediterráneos, por ejemplo, con las sibilinas intenciones de quien utiliza esa misma simbología purificadora para asegurarse la aniquilación de todo pensamiento disidente, todo asomo de crítica. Ray Bradbury nos señalaba en “Farenheit 451” hasta qué punto de barbarie los resortes del poder son capaces de llegar con tal de silenciar lo que consideran una amenaza: los libros, concebidos como paradigma de la creación intelectual no sujeta a los rigores del pensamiento único.
Cualquiera de nosotros, querido lector, instalado en la comodidad del presente, podría ingenuamente creer que tantos y tales despropósitos quedan ya felizmente superados por la tortuosa historia de las sociedades humanas a lo largo del tiempo, que nos ha servido a todos para ir madurando, civilizándonos, evolucionar gracias a la comprensión de una serie de errores del pasado que no volverán a repetirse jamás. Y sin embargo, en la actualidad las tendencias uniformizadoras del fenómeno de la globalización, los rapidísimos hallazgos en los programas de inteligencia artificial y la creciente adopción de una línea de pensamiento común, políticamente correcta con la administración del poder que las impulsa, nos hacen recordar el efecto anestesiante con que actuaba la Policía del Pensamiento ideada por George Orwell en “1984”, la omnipresente vigilancia del Gran Hermano.
Fue penoso ver, remontándonos catorce años atrás, cómo el Vaticano se desmarcó de las alabanzas generalizadas en el mundo de la cultura para un novelista como José Saramago, recién desaparecido entonces, creador de algunas de las páginas más desoladoramente bellas y útiles para acercarse a la incurable desorientación del hombre moderno, y se esforzó únicamente en reprochar su insobornable agnosticismo remarcando las bases marxistas de su pensamiento. Yendo más atrás aún, en 2006 el escritor italiano Roberto Saviano fue públicamente amenazado de muerte por escribir sobre la camorra desentrañando el tenebroso mundo de tejemanejes de los clanes mafiosos, y tuvo que marcharse de Nápoles pese al éxito editorial de su novela “Gomorra”. Siguiendo el viaje al pasado para buscar más ejemplos rotundos, en 1988 se inició para el escritor indio nacionalizado británico Salman Rushdie un lamentable periplo, que aún continúa en la actualidad, de huidas del fundamentalismo islámico y ocultamientos en defensa propia, y todo por haber tenido la osadía de interpretar libremente algunos aspectos del Corán en su novela “Versos satánicos”.
¿Acaso no hablamos de las religiones enquistadas todavía como organizaciones de poder, de las ramificaciones del poder económico y sus grupos de influencia y presión -algoritmos mediante-, un camino que podría desembocar fácilmente en la tiranía de los mercados capitalistas actuales que abocan a todas las sociedades avanzadas a dar pasos, servilmente, en una única dirección posible?
Quedémonos con la última y esencial idea de que el protagonismo intelectual de alguien que no sólo piensa, relaciona y siente con libertad, sino que además elige poner por escrito sus cuestionamientos y sus conclusiones, ha de instalarse siempre en el reducto inaccesible de las decisiones y las creaciones propias. En una sociedad verdaderamente libre, las páginas de los libros señalan los márgenes de la conciencia de sus autores, un espacio al que jamás debería poder llegar ninguna tijera, ningún yugo, ningún bozal, ninguna compensación, ningún chantaje, ninguna hoguera purificadora.