Escribía yo la semana pasada sobre el arte de la traducción y anunciaba este artículo de hoy, que también trata de un modo de traducción – esta vez a imágenes en movimiento – de los hechos contados en una obra escrita, poniéndose en relación de este modo dos artes poderosas: la literatura y el cine. Sabido es que cada una de ellas maneja un lenguaje diferente, cada uno con sus requerimientos y reglas, y sería un error tratar el tema de las adaptaciones sin salirse de las coordenadas comparativas, bastante poco flexibles y siempre injustas para con uno u otro medio.
Aunque hay algunas excepciones del camino recorrido a la inversa, lo más frecuente es que se parta de una novela para redactar el guion que articulará la realización de una película. En los diversos premios cinematográficos se ha consolidado una categoría muy interesante, que es la de “mejor guion adaptado”. Y en este sentido lo que me importa analizar aquí es la cuestión de la fidelidad al texto literario.
Cuando leo una historia que me gusta y después voy a ver la película correspondiente, naturalmente no espero ver trasladada con exactitud la sintaxis lingüística al montaje cinematográfico, ni espero ver recogidas en las escenas todas y cada una de las acciones y pensamientos de los personajes en los sucesivos capítulos, pero después de valorar el resultado artístico de la película, me gusta fijarme en el respeto con el que se haya podido tratar el texto original, porque esa traducción a imágenes de la que hablaba antes no debe justificar en mi opinión más que como una fuente, pero nunca pretextando razones menores para cambiar elementos accesorios como nombres o localizaciones, y mucho menos circunstancias significativas, o nuevos finales. Una cosa es basarse libremente en una obra para armar una película, y otra pretender adaptar un guion, y por eso digo que en este último caso se debe aspirar a refrendar la elección manejando con mesura el concepto de fidelidad.
Para ilustrar este argumento pondré un ejemplo, no sin antes dejar claro que la película en cuestión me parece excelente. “La lengua de las mariposas” obtuvo en 1999 el Goya al mejor guion adaptado, aunque contrariamente al caso normal, no ser basa en una novela ni en un relato, sino que construye su historia forzando en cierta medida elementos procedentes de tres relatos independientes reunidos, junto con otros, en el libro “¿Qué me quieres, amor?”, del gallego Manuel Rivas, para entrelazar el armazón definitivo de lo que se quiere contar. José Luis Cuerda aprovecha de este modo el talento del escritor y, utilizando como eje principal de la narración el cuento que le da título, se toma la libertad de cocinar dos ingredientes valiosos para su película, cogiendo el elemento romántico del relato “Un saxo en la niebla” y el elemento erótico del relato “Carmiña”. Cabe pensar que en este caso la futura rentabilidad del filme se impone al respeto por el trabajo del escritor, ya que el joven músico que protagoniza “Un saxo en la niebla” pasa de pronto a convertirse en el hermano mayor de Moncho, el Pardal de “La lengua de las mariposas”, y la joven Carmiña se convierte nada menos que en hermanastra de ambos, resultando claramente artificial su condición de hija ilegítima del sastre de la historia principal.
Para cualquier espectador inadvertido, el guion no acusa esta construcción a base de retales porque el buen trabajo de los técnicos y las interpretaciones impecables de los actores (entre ellas, sobresaliente la de don Gregorio, el viejo maestro republicano encarnado por el gran Fernán Gómez) suavizan todas las aristas, pero quien conoce las fuentes que han servido para la preparación literaria del rodaje sabe en qué aspectos no se ha jugado limpio.
Por lo demás, como es seguro que habrá ocurrido en el caso de cualquiera, cuando acudí al cine con ganas de ver las adaptaciones de novelas con cuya lectura realmente había disfrutado, me encontré con resultados dispares: en 1984 confronté gozosamente la versión de Mario Camus de “Los santos inocentes” con la de Miguel Delibes (aclamación general); en 1986 abrí con “El nombre de la rosa” un debate entre la efectividad de Umberto Eco y el efectismo de Jean-Jacques Annaud (luces y sombras); y en 1990, con el visionado de la película de José Antonio Zorrilla basada en la novela de Antonio Muñoz Molina “El invierno en Lisboa”, presencié lo que al final habría quedado mejor como un documental en torno a la figura del trompetista de jazz Dizzie Gillespie (decepción absoluta).
En fin, triple fundido en negro para terminar: en ejemplo de la España negra, otro del oscurantismo medieval, y otro del formato clásico del cine negro. Ojalá que el color lo pongan ahora los comentarios de mis lectores.