Cuántas veces las opiniones individuales y las sociedades enteras se dividen concentrándose todas las energías, los impulsos, las convicciones, las preferencias, en torno a dos únicos polos. Qué difícil resulta luchar contra el maniqueísmo que todo lo simplifica y trivializa. Nos persiguen las dualidades, el cuerpo y el alma, la noche y el día, el Ying y el Yang. Estos ejemplos, al menos, pueden presentarse como aspectos o momentos de una misma realidad o naturaleza, caras y cruces de la misma moneda. Lo peor de todo, lo realmente empobrecedor, es cuando la elección impone una disyuntiva absoluta, sin conciliación posible: conservador o progresista, del Madrid o del Barça, de Letras o de Ciencias.
Detengámonos a efectos de nuestra reflexión de hoy en este último tópico. Los requerimientos académicos parecen exigir, de un modo bastante artificial y a menudo precipitado, que el corazón de cualquier estudiante tome partido decantándose por una de las dos opciones clásicas, como si tuviera que apoyarse en lo sucesivo sobre una sola pierna, conducirse por la vida fiado de las sinopsis neuronales de uno solo de sus hemisferios cerebrales. Si el estereotipo de las Ciencias nos conduce a la figura del sabio, el de las Letras nos lleva a la figura del artista. El primero aspira a trazar nuevos caminos por los que todos podremos luego transitar, utilizando a la razón como el machete que fuera abriendo en medio de la maleza nuevos espacios de luz, con teoremas, fórmulas y leyes universales aliados de la técnica que traerán progresos para la colectividad. El segundo aspira a interpretar la realidad de un modo personal y exclusivo descubriendo caminos individuales con la emoción como pasaporte principal, e iluminando también espacios como espejos donde otros puedan mirarse y progresar de uno en uno, aprendiendo creativamente por imitación o por oposición. Aunque en el término medio, como dice el proverbio, puede estar la virtud, si el timón de las Ciencias viene a ser el cerebro, buscando su rumbo ante todo la seguridad, el timón de las Letras sería el corazón, y su rumbo el de la aventura.
Pero estas consideraciones son útiles sólo a efectos didácticos; no caigamos en las generalizaciones que empezamos criticando. En la práctica, muchos prejuicios sociales siguen refugiándose en los atavismos más primitivos, y por eso muchos padres, más allá de Ciencias o Letras, no se fijan en las cualidades de sus hijos – inclinaciones, aptitudes – sino en circunstancias externas y cambiantes – estabilidad, continuismo familiar – , y sueñan para ellos con un horizonte de sensatez y seguridad económica; querrían verlos en una clínica, en un bufete o en un despacho, pero sufren imaginándolos a merced de la inspiración o la fortuna, y desconfían de los actores (antes se les llamaba ‘cómicos’), los músicos, los escritores, e incluso los periodistas.
Diferentes etapas de la historia concedieron diferentes grados de consideración a unos saberes frente a otros. Hubo épocas en las que los escribas dominaban las lenguas y las escrituras jeroglíficas sobre papiros de igual modo que conocían los secretos del cálculo y se ocupaban de redactar documentos legales y comerciales. Pasando de las civilizaciones antiguas a los tiempos medievales, los monjes copistas e ilustradores, verdaderos artistas de la caligrafía y la miniatura, se erigieron en los guardianes del saber y legaron desde sus puestos de scriptorium verdaderos tesoros de la medicina, la matemática, la filosofía, la teología o la historia. En otras épocas eran las cortes palaciegas las que albergaban el mecenazgo de los poderosos hacia los artistas: músicos, pintores, poetas y dramaturgos principalmente. En la actualidad, la ciencia y la tecnología ocupan puestos preferentes en una concepción más global del universo, y sin embargo se le presupone al hombre de letras y de lenguas una valiosa formación humanística de equilibrio y ecuanimidad que puede rastrearse todavía en términos como los del binomio ‘letrado o iletrado’, que aportan juicio y dan lustre en sentido positivo (motivo de orgullo), o señalan carencias en sentido negativo (motivo de vergüenza).
Pero de todos los clichés que han dejado en este campo la literatura y luego el cine, quiero recrearme por un momento en el del joven sentimental que por lo general vence a sus disciplinados y esforzados rivales en la disputas del amor cortés. En efecto, el pecho y el lecho de las damas eran accesibles sólo para aquellos que eran amigos de las palabras más que de los números, y demostraban casi más habilidad con la pluma que con la espada. Además, la fuerza de esta pasión, a juzgar por los ejemplos que podríamos tomar de novelas como ‘Cyrano de Bergerac’ o de películas como ‘Lope’, derrotaba a cualquier otro argumento, algunos tan poderosos como la belleza física o el dinero y el confort de una vida acomodada. El mayor prestigio era para quien a través de la escritura era capaz de conmover los sentimientos de la dama, y enamorarla con las palabras.
Yo también he deambulado más por los caminos de las letras, y al menos en mi modesta experiencia como soldado oficinista, me acabaron pagando en la cantina unas cuantas cervezas y cafés por escribir para destinatarios ajenos (cartas bonitas para padres, poemas de amor para novias), gracias al boca a boca que se extendía desde la sede de Habilitación, donde yo descontaba los días haciendo números entre las nóminas de los oficiales y juntando palabras entre las brumas de un tiempo de imágenes brillantes y oscuras golondrinas.