Antonio Porras Cabrera
No termina uno de sorprenderse con los avatares que nos viene presentando la política, aunque cada día el umbral está más alto ante el continuo goteo, cuando no lluvia torrencial, que nos presenta.
Estamos habituándonos a la “política canalla”, al filibusterismo y la manipulación, a la creación de bulos y al uso de la posverdad y de un sinfín de técnicas de marketing para vendernos el producto político, que no es otra cosa que una promesa a incumplir la mayoría de las veces. Pretenden la abducción. Seducirnos con palabras para arrastrarnos a su espacio. Cosa lícita en un sistema democrático, salvo que, en muchos casos, la ética y la verdad son las grandes sacrificadas. En teoría se trata de presentar un programa, convencernos de su bondad para votarlo y alcanzar el poder mediante el voto. Así funciona el sistema. A veces asoman la patita conductas mafiosas que hacen temblar y preguntarse qué pasa entre bastidores.
En realidad estamos en un momento delicado, donde no sabemos muy bien dónde estamos. Es aquello de solo sé que no sé nada, o habría que decir “solo sé que no entiendo, o no comprendo nada”. Decía Noam Chomsky que “la población general no sabe lo que está ocurriendo, y ni siquiera sabe que no lo sabe”.
Hacerse una composición de lugar, para analizar la situación y sacar conclusiones libremente y sin interferencias, es prácticamente imposible, dada la cantidad de ruido que emiten los políticos con la intención de confundirnos y opacar la verdad… la verdad ajena, claro, porque la suya la remachan sistemáticamente hasta el hastío. Pero la verdad que nos interesa a nosotros es otra, es la de las cosas de comer, como se suele decir, aquello que nos afecta en nuestra vida cotidiana. Esa es nuestra realidad.
Mi primera conclusión es que estamos ante un importante déficit democrático, lo que nos lleva a la deslealtad institucional, al sesgo interpretativo de la Constitución, haciéndose valedores de la misma aquellos que la incumplen y rechazan en alguna de sus partes. Ellos son los que otorgan el carné de constitucionalista. Tenemos una gran Constitución que respeta y defiende la libertad de pensamiento y expresión del mismo, pero hay quien cuestiona ese derecho cuando se aplica a los demás, a los que difieren de sus planteamientos. Nadie blanquea a nadie cuando es la propia Constitución la que le otorga el color blanco. La Constitución, al ser el marco que define el escenario de la soberanía popular, permite hasta su propia modificación o cambio; eso sí, establece los medios y forma en que se ha de llevar a efecto.
La segunda es que hemos perdido más de 40 años tirados por la borda, que deberían haber servido para formarnos políticamente en un espíritu democrático verdadero y crítico. Estamos en una inmadurez política y democrática que permite a nuestros falaces representantes hacer de su capa un sayo ante nuestra benevolente sonrisa de incompetentes críticos. Somos muy vulnerables a la manipulación y a creernos bulos y mentiras. Actuamos como hooligans más que como sujetos pensantes, que usan la razón para sacar conclusiones. Tal vez por eso, porque le interesa esta situación a algunos partidos y otros elementos ocultos del poder, no se haya potenciado esa formación política, sino todo lo contrario.
Tercero que se han perdido las formas de hacer política y afloran conductas cuasi punibles por ser ofensivas, insultantes y descalificadoras, cuando no difamadoras e insidiosas. Esas conductas son un atentado a la democracia que solo pueden llevar a la controversia sobre la bondad del sistema, y con ello a la muerte del mismo a manos de un salvador dictadorzuelo, que nos traiga su luz impositiva y nos arrebate la soberanía popular para entregarla a otras corporaciones más beneficiosas. De momento, para gran parte del pueblo, “están bajo sospecha” los tres poderes del Estado: el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial.
Y cuarto, lo dejo aquí aunque hay más, el espectáculo que hoy presenciamos es la punta del iceberg que oculta, para nuestros males y deshonra, algo mucho más profundo, algo relacionado con la lucha sin cuartel por el ejercicio del poder; un poder que puede orientar el presente y el futuro hacia intereses espurios que van contra la mayoría, para convertirse en beneficio de una minoría dominante. El único hándicap que tienen es que para lograrlo se ha ganar el voto y, como el programa oculto no se puede mostrar, se ha de proceder de otra manera, por ejemplo denostando al otro sin plasmar mi alternativa para que no me pidan el cumplimiento de un programa-contrato establecido. De ahí el discurso falaz con el que pretenden convencernos.
Por eso la frase de Noam Chomsky gana su doble sentido. Deberíamos, al menos, tener conciencia de que no sabemos lo que está ocurriendo y sospechar que si no se sabe es porque no les interesa que lo sepamos… tal vez, esa verdad sobre nuestro desconocimiento, nos hará más libres o, al menos, despierte en nuestra mente la capacidad crítica y la sospecha necesaria para hacernos pensar y llegar a conclusiones propias que defiendan el derecho a ejercer la política con nuestro voto y responsable conciencia.