Una letrilla conocida recoge muy bien una convicción que comparten muchos autores de canciones y poemas, pues “cuando las canta el pueblo (las coplas), ya nadie sabe el autor”. Muchos escritores conocen esa hermosa sensación de desvalimiento cuando ven libros suyos en los escaparates de las librerías, campando a sus anchas como seres independientes, o saben que andan libres por los anaqueles de las bibliotecas o en las mochilas de los escolares. Yo he vivido la experiencia de cruzarme con un transeúnte en cuyas manos he reconocido la portada de un libro mío, y no me he acercado a él por timidez y respeto, porque yo no conocía de nada a esa persona, aunque ella sí conociera – o iba a conocer – lo que un día yo sentí y escribí. Efectivamente, cuando un libro está en la calle ya no pertenece enteramente a su autor. La cabeza y el corazón de quien lo imaginó son sólo los lugares de origen, pero es su destino final lo que le da carta de naturaleza y hace que pudiera empezar a formar parte – por qué no – del equipaje de sueños de cualquier desconocido.
Igualmente, las frases hechas que son adoptadas por la rica base de datos del refranero demuestran la importancia del origen que una vez las acuñó, aunque pierden ese valor cada vez que se usan, y son por ello un buen ejemplo de la facilidad con la que el lenguaje figurado puede instalarse entre nosotros, difuminándose los créditos de la autoría. Expresiones como “ En casa del herrero, cuchillo de palo”, o “Cada maestrillo, su librillo” nos hablan, por un lado, de incoherencias, y por otro, de peculiaridades, y nos remiten a un tiempo en el que las labores artesanales y vocacionales tenían más presencia en la vida de La colectividad. Puede que las herrerías hayan perdido peso con los modos de la vida moderna, y seguro que la función docente ha perdido prestigio social de unos años a esta parte, pero es indudable la importancia de los utensilios y los métodos en el día a día de cualquier ciudadano, resolver con qué hacer las cosas, y cómo.
Yo reconozco en mi madre, aunque ella se fuera sin saberlo, a mi primera profesora de literatura, y no sólo porque me cantara romances juglarescos, o me leyera las fábulas de Esopo, o me contara su versión de los cuentos de Andersen, sino porque también fue ella la primera persona que me habló, por ejemplo, de las tretas e intenciones de don Juan Tenorio, explicándome con paciencia qué era eso de ser un donjuán, expresión que yo había leído en alguna parte y que había llamado mi atención de niño inquieto y preguntón. Otros términos aportados por la literatura nos conducen a los grandes autores: un sentimiento quijotesco nos lleva al idealismo del glorioso personaje de Cervantes; ser un romeo equivale a ponderar el atractivo del amor que siente y puede hacer sentir un joven tan hermoso y apasionado como el personaje de Shakespeare; y una celestina es una alcahueta, como en el clásico de Fernando de Rojas, pero además, por extensión, es cualquier persona correveidile que intercede y moscardonea en amores ajenos. Todos esos ejemplos son, ni más ni menos, arquetipos sociológicos, valiosos préstamos que la literatura ha hecho al acervo de nuestro léxico común, ya que un mérito no buscado de los grandes escritores es el de proporcionar en sus obras personajes con una aureola tal que luego puede ser elevada a categoría.
Según la teoría semiótica de la literatura, incluso las llamadas “asociaciones impertinentes” pueden llegar a convertirse en lugares comunes, como pueden singularidades excepcionales derivar en tópicos. Y en ocasiones lo hacen transitando por territorios conocidos para llegar a combinaciones nuevas, clave esta última con la que os dejo ya, queridos lectores, en disposición de explicaros mejor el extraño título de mi artículo de hoy.