(en memoria de Juanita Torres)
La Semana Santa es un pack multiusos y flexible, un periodo de fe y diversión, un mix de penitencia y vacaciones que (con)funde la pena con la alegría en un contexto de tradición y de arte como en ninguna otra ocasión es dado vivir con tanta plenitud. Las circunstancias de cada año permiten colocar ese pack más arriba o más abajo en el calendario primaveral, y durante unos días, a la vuelta de cualquier recodo callejero, bajo el hechizo de ritmo de tambores y trompetas, y un remolino con olor a incienso, cualquier transeúnte, despistado o convencido, podría contagiarse del estupor admirativo de cualquier turista o visitante que se rinde ante la contemplación de la mayor exposición itinerante de arte barroco que pueda salirle al encuentro fuera de los museos, y podría igualmente conectar con el sobrecogimiento interior de cualquier cofrade que vive su catarsis con sincera intensidad.
En ninguna otra ocasión se aprecia en el almanaque la mancha doble del rojo festivo en dos días consecutivos, y en ningún otro evento sería entendible el concepto de religiosidad popular que la Semana Santa sabe poner en bandeja, exactamente al mismo nivel, ante la exigencia de cualquier investigador erudito, o la improvisada felicidad de cualquier observador curioso. Los niños disfrutan de la excepcionalidad de los horarios entre la muchedumbre y continúan engordando sus bolas de cera con las lágrimas que los cirios de los nazarenos les ofrecen furtivamente; los jóvenes se arreglan y se visten como para ir de fiesta y teclean sus citas en función del itinerario de los desfiles procesionales; los hombres y mujeres se entregan al fervor lo mismo que al aplauso, y en el totum revolutum experimentan un collage de sensaciones: la letanía de unos rezos, el pellizco de una saeta repentina, la cadencia de una marcha fúnebre con aires alegres, las voces y reclamos al rico coqui de merengue o las manzanas de caramelo, el callado sufrimiento bajo el submarino, los selfies con fondo de palio para el Instagram, y el impresionante silencio en el río de penitentes.
Los días previos a la Semana Santa, inminente ya la irrupción del seísmo emocional y social, también tienen su dosis de trascendencia. Digamos que, si hoy es viernes de dolores, ayer sería jueves de anestesia. Y desde mañana sábado, con todo el mundo pendiente ya de la meteorología, se desatarán las grandes coberturas mediáticas que intentarán disfrazar en cada crónica las pequeñas miopías que se agravan en la mirada personal que cada uno renueva todos los años ante la grandiosidad de “su Cristo” o “su Virgen”. Unos seguirán discutiendo si les gusta o no el cartel de este año; otros sacarán su vertiente didáctica para explicar a los neófitos que en Málaga no se llaman pasos, sino tronos, y evitarán retomar el tema de la integración de las mujeres como portadoras. Todos sucumbirán al gozo colectivo de sentirse parte activa de un microcosmos cultural tan poliédrico y tan sugerente.
Yo mismo recuerdo haber llevado sobre mis hombros a mi hija mayor cuando era pequeña para que soltara una paloma junto a la estatua de mármol de la Plaza de San Francisco, y recuerdo igualmente haber acompañado a comprar su capirote a mi hija menor cuando se hizo grande y quiso también vivir la experiencia en primera persona. No se me olvidan los corrillos de impaciencia cuando acompañábamos a mi madre todos los hermanos, a pie firme y en primera fila en calle Mármoles, para que ella pudiera tirarle besos al Cautivo justo antes de llegar al puente, y días después, en una esquina de su barrio del Molinillo, para que pudiera ver la salida de La Piedad.
Cuando escriba mi artículo del viernes que viene, seguiré acordándome de La Piedad, y, por una vez, la sobriedad de la madera oscura y las flores moradas no evocará el dolor de una madre que recoge amorosamente el cuerpo inerte de su hijo, sino que reforzará la decisión de un hijo de no dejar languidecer nunca la memoria viva de su madre.