Normalmente, los grandes eventos deportivos concitan muchísima expectación y conllevan movimientos de cientos de aficionados de determinados clubes que siguen a sus héroes por todo el país, e incluso el planeta, desplazándose hasta donde haga falta para no perderse las emociones de un torneo importante, un encuentro decisivo, un partido histórico, una final. Por desgracia, el de las grandes pasiones es terreno abonado para los desmanes, y con demasiada frecuencia los titulares periodísticos denuncian espectáculos bochornosos, cuando no trágicos, ocasionados por la sinrazón de las rivalidades y odios, el despecho tal vez por una derrota, y el refugio inmoral que muchos descerebrados encuentran en la masa y el anonimato.
El fútbol es el deporte rey, el ejemplo paradigmático de tantos excesos cometidos en todos los continentes por los hooligans británicos, las barras bravas argentinas, los grupos radicales españoles, la sangre caliente de los tifosi italianos o de la torcida brasileña, los temperamentales duelos con marchamo de derby en estadios latinoamericanos o turcos, etc. No obstante, cabe destacar que en otras latitudes y en otros deportes también es lamentable el deterioro al que se puede llegar degradando los cacareados valores éticos de la actividad deportiva. A la vista, por ejemplo, de esos lances terribles que se presencian en los partidos de hockey sobre hielo en ligas norteamericanas, ¿dónde quedan la limpieza, el fair play, la camaradería, la ambición legítima que tienen los jugadores por mejorar sus prestaciones y superarse, al tiempo que buscan confraternizar con todos aquellos que, como ellos, también aspiran a conseguirlo, con su dedicación y su entrega?
Como no me gusta poner solamente ejemplos negativos, romperé aquí una lanza por la lección que nos da el rugby (donde, por simpatía, suelo apoyar los colores de Irlanda), un deporte de contacto, duro, donde sin embargo imperan la nobleza y la empatía, no sólo durante el juego, sino después – particularmente después – , a lo largo de lo que llaman “el tercer tiempo”, un encuentro amigable entre los mismos contendientes que, tras dirimir los puntos en el campo, después de la ducha se reúnen informalmente para departir y comentar los pormenores del partido, lejos de rencores y delante de unas tapas y bebidas, arropados por el buen humor, las risas y los brindis.
Vienen todas estas reflexiones a cuento porque este pasado fin de semana se celebraron en Málaga las eliminatorias de la fase final de la Copa del Rey de baloncesto, actuando el Unicaja como equipo anfitrión y siendo su pabellón deportivo la sede de los partidos. La imagen de concordia entre las diferentes aficiones no ha podido ser mejor, y aunque, desafortunadamente, el resultado deportivo de nuestro equipo local no le ha permitido revalidar su título de campeón (emocionante, por cierto, el modo en que más de diez mil gargantas entonan a pleno pulmón el himno que compuso Pablo López – esa bandera nuestra para que vuelen los sueños –), los malagueños hemos dado ante el mundo una imagen maravillosa, alejada por una vez de cualquier arista que tenga que ver con la rentabilidad inmediata del turismo, o la expansión tecnológica o cultural.
Estoy muy feliz por que haya sido en Málaga precisamente donde las calles se hayan convertido en escenarios de ilusión y esperanza para dar esta imagen de la competitividad del deporte entendida desde la sana convivencia. Ha sido hermoso ver hermanarse a las diferentes aficiones, cada una vitoreando a los equipos de sus amores mientras compartían un espacio común y un sentido solidario de fiesta, llenando el centro de colorido y alegría, igual que llenaban las gradas del Martín Carpena, creando un ambiente excepcional y dando ejemplo de fidelidad a unos colores y de respeto a los valores del deporte. Con más eventos como este, conseguiremos que la muy hospitalaria ciudad de Málaga, además de ser, como reza su escudo, la primera en el peligro de la libertad, sea también de las primeras en la catarsis del gozo compartido.