El liberalismo a ultranza, que hoy pretende servir de base teórica a la política de desguace del Estado que lleva adelante el gobierno derechista en Argentina, tiene como objetivos evidentes facilitar el remate del país, entregando el patrimonio colectivo a corporaciones privadas nacionales y extranjeras.
Asimismo, el descarnado empobrecimiento fáctico al que se somete a la población procura aumentar la rentabilidad del capital y retrotraer conquistas sociales y derechos adquiridos, todo en nombre de una supuesta “libertad”.
Pero la mira de este programa, característico de regímenes impuestos ya anteriormente por reducidas élites, trasciende el campo económico y persigue una estrategia de demolición política, geopolítica y cultural.
La injusticia por mano propia
Sin duda que la organización política de los pueblos es un importante escollo para el desarrollo del plan pergeñado por las fundaciones al servicio de las corporaciones. De allí que tanto sindicatos como movimientos sociales y partidos políticos constituyan hoy el principal blanco de los ataques de la banda gobernante. Más allá de defectos ostensibles en estas estructuras, en parte atribuibles a su misma conformación y dinámica (o falta de la misma), las agrupaciones populares cumplen el rol de ser factores aglutinantes y de movilización que la ofensiva capitalista aspira a cortar con su “motosierra”.
La misma idea fue la base del “Plan Cóndor” de las dictaduras asesinas del siglo pasado, que apuntó a exterminar y perseguir a los cuadros políticos transformadores para eliminar toda cadena de transmisión, organización y formación política en la base social.
A la demonización del espectro político – traducida a la jerga de los asesores de campaña como “casta” -, a la expansión de la antipolítica o actitud apolítica como supuesta virtud, se agrega la persecución de referentes partidarios y sociales que logren concitar la voluntad de cambio de las poblaciones. Los medios hegemónicos y mercenarios de la real “casta” judicial reemplazan así a la anterior violencia militar, menos agradable a ojos de la opinión pública… al menos por ahora.
A falta de fuerzas políticas conservadoras consistentes que todavía retengan algo de respeto en los pueblos, el poder real detrás del poder formal ha decidido hacer (in)justicia por mano propia. Se sirve para ello de unos cuantos mandaderos con afán de protagonismo y financiamiento – marionetas políticas, periodistas o fiscales – que actúan allanando el camino a quienes mueven los hilos.
Rehenes de guerras ajenas
En su etapa actual, el capitalismo no respeta fronteras. Los estados no resisten el embate de fuerzas multinacionales que toman a las poblaciones de rehenes de sus interminables apetencias de rédito y poder.
La globalización ha convertido los límites estatales, ficticios ya desde sus inicios, en divisiones administrativas que ya no sirven de escudo protector ante la penetración corporativa, más bien facilitándola.
A todo esto se suma la ambición comercial neocolonial del Norte global, que continúa utilizando a sus legiones armadas y su aparato institucional y diplomático para impedir que países competidores como China u otros, se establezcan en la región como principales proveedores, prestamistas o compradores. Mucho menos permitir, que los pueblos latinoamericanos, caribeños y, en general del Sur global, puedan alcanzar plena autonomía en sus decisiones para mejorar sus condiciones de vida.
De este modo, personajes como Milei en Argentina o Noboa en Ecuador, tal como lo hicieron los demás personeros neoliberales antes, se convierten en tristes voceros de un alineamiento geopolítico automático con los Estados Unidos de América y “Occidente” – otro invento ficticio – en su pelea contra el multilateralismo emergente, cada vez más potente.
Como una de sus actuales tácticas de dominación, el imperialismo desencadena intencionalmente la violencia generalizada a través de bandas delictivas. Los traficantes de la desinformación, medios y plataformas concentradas, se ocupan de una conveniente amplificación del fenómeno para que la misma población pida a gritos la intervención “pacificadora”. Así se genera el consenso social para la represión y el estado de “guerra interna”, que permite, una vez más, la re-instalación de las huestes armadas extranjeras y locales como factores de peso en la política interna.
La sociedad individualista
Más allá de todo esto, el principal objetivo que persigue la re-involución conservadora a nivel mundial, es el asentamiento en la conciencia colectiva del principio individualista como fundamento de de-construcción social.
Así nace la falacia de una sociedad individualista en diferenciación perpetua, conformada por entes aislados, un oxímoron que genera la ilusión de que cada persona es un compartimento estanco, sin interrelación íntima con el conjunto y con la historia.
Esta falsa percepción, y la falta de compromiso con los demás a la que apunta, se asienta sin embargo en un fenómeno objetivo, la fragmentación creciente del compacto humano. Esta fragmentación, no es un producto exclusivo de la propaganda neoliberal, es un proceso en curso que tiene sus raíces en las veloces transformaciones ocurridas en las últimas décadas.
Las nuevas modalidades de producción, la diversificación de constelaciones familiares y modos de interacción entre las personas, el debilitamiento de antiguos lazos, valores, espacios e instituciones que actuaban como argamasa en la construcción social, convergen hoy en un huracán de atomización social, que arrasa con los modelos anteriores en decadencia.
Fruto de esta tendencia, propia de una dinámica histórica que, en su aspecto más positivo, aspira a desplazar moldes y costumbres arcaicas – como por ejemplo el patriarcado – surgen, en contrapartida, fuerzas identitarias reaccionarias, que intentan canalizar la sensación de vértigo e incertidumbre que sienten grandes conjuntos al ver trastocada una realidad que creían eterna, inamovible e irreemplazable.
Es en este escenario en el que reverdece el añejo ultraliberalismo – hoy rebautizado como “libertarianismo” – ofreciendo falsas salidas, abonando la destrucción del tejido social con características irracionales y fundamentalistas semejantes a las corrientes fascistas y los dogmatismos religiosos. La diferencia con éstas estriba en que la “libertad individual” es un argumento posiblemente más permeable y moderno para poblaciones cada vez más urbanas, renuentes a aceptar sin más paradigmas teocéntricos o derivados de una pertenencia común, sea ésta de clase, de nacionalidad o de cualquier otra índole.
El “todos contra todos”
Ante la segura resistencia del colectivo social a la ofensiva de la derecha, el poder constituido utiliza su vieja táctica de “divide y reinarás”. Desde el aparato de gobierno, hoy vocería del poder real, se difunden libelos que pretenden repartir culpas, identificando chivos expiatorios y fabricando nuevos enemigos internos para exculpar a los verdaderos promotores del desastre.
De este modo, la desnutrición que padecen los niños es, según la propaganda venenosa, causada por la erogación que supone la contratación de artistas populares por parte del Estado; el desfinanciamiento de la investigación científica y tecnológica obedece a la supuesta falta de logros tangibles; la quita de los subsidios al transporte público o a la energía, el retiro de medicamentos a enfermos de cáncer, la eliminación de los programas de fomento a los medios populares, el ajuste mortífero a los jubilados y pensionados son, en esta poco novedosa versión de la escuela económica austríaca, todas “medidas necesarias” para terminar con el déficit fiscal y desbaratar la presión impositiva que sufren los emprendedores. Así, lo que huele a Estado se identifica con podredumbre y degradación, trasladándose el estigma a todo aquel que defiende los sistemas de mediación, cooperación y protección social emanados de aquél. Es el desmoronamiento de toda noción colectiva y el derrumbe de la empatía. No por nada, en este regreso a la tan mentada “ley de la selva”, el actual mandatario pretende identificarse con un león, cuando en realidad es apenas un cordero, que habrá de ser políticamente sacrificado a su tiempo por sus mandantes, como en la fábula bíblica de Abraham.
Entre el engaño y la incertidumbre
Estupefacto y cada vez más enardecido, el pueblo argentino asiste, una vez más, a una colosal estafa electoral. El embuste se hace en nombre de una democracia tramposa que ha permitido, otra vez, que el pueblo sea engañado. La mayoría de quienes votaron por un “cambio” hoy se arrepienten que su voto sea utilizado para justificar la barbarie.
Pero eso no significa, que avalen o quieran continuar por la senda desgastada de un tibio y lento reformismo en el marco del mismo sistema que, en definitiva, no arrojó una transformación sustancial en la situación de las mayorías. Sobre todo, de los jóvenes arrojados a las fauces de la precarización digital.
Así, le pregunta que las y los argentinos se hacen es ¿qué será de nosotros? ¿Hacia dónde nos lleva este naufragio? Y sobre todo, ¿cuál es la alternativa? ¿Quién podrá orientar un mejor destino?
Para adivinar parte de la respuesta, habrá que mirarse al espejo.
El nuevo sujeto social, político e histórico
Los libros de historia escolares nos han acostumbrado a vitorear líderes y lideresas y a considerarles artífices de todo suceso histórico. Aun cuando la contribución de esas personalidades sea un elemento muy valorable, cabe comprender que el principal protagonista es siempre el pueblo, sin cuya acción y consentimiento ninguna transformación se produce ni perdura.
De este modo, la máxima que puede guiar a nuevos puertos es la participación protagónica en función del bienestar general. Reemplazar la competencia destructiva del “todos contra todos” por la colaboración que destila de un “todos por todos”, puede ser un buen comienzo y un aforismo simple pero contundente.
Sentir los sutiles hilos que nos conectan al conjunto humano, entender que no habrá progreso para nadie si este progreso no es compartido por todos y todas, afirmar la necesidad de un “socialismo de la felicidad”, son premisas que abrirán promesas sólidas de un futuro mejor.
Desde esta comprensión y emoción profunda podrá recomponerse el tejido social y surgirá el nuevo sujeto político como expresión emanada de una experiencia de cercanía con los y las demás.
Pero mirarse al espejo, implica ver más que simples siluetas y cuerpos. Si el cambio ha de ser verdadero, habrá de traspasarse la ilusión, producida por los sentidos, acerca de realidades externas independientes de los motores internos que rigen la vida de los conjuntos.
Habrá de comprenderse que las transformaciones sociales deben ser acompañadas por un cambio en las motivaciones, en las aspiraciones, en el propio sentido que los conjuntos humanos dan a su existencia. Sin ese cambio en la mirada, nos seguirán estafando una y otra vez. Y lo que es peor, nos estaremos estafando a nosotros mismos.
Javier TolcachierJavier Tolcachier es un investigador perteneciente al Centro Mundial de Estudios Humanistas, organismo del Movimiento Humanista. Correo electrónico: [email protected] Twitter: @jtolcachier