Por Antonio Álvarez de la Rosa
Bien asentado en un café literario de Buenos Aires, en compañía de Borges en carne y hueso imaginarios, el narrador de “Ajedrez”, el primero de los cuentos de El ojo mágico de Antonio Jurado (EDA Libros, 2023) le espeta al lector: “La lectura me parece la mejor manera de ver la vida sin intermediarios”. O sea, empecé a percatarme muy pronto de que los ojos de su autor son capaces de abarcar 360º grados, que observan como los de un águila real y que su ojo es mágico porque ve lo que no vemos los demás.
Supongo que Antonio Jurado debió firmar, en su momento, el obligado cumplimiento de dos contratos que han sido, son y seguirán siendo fundamentales para que un texto sea literario, al margen de cualquier corsé genérico: “saber ver” con los ojos del cuerpo y del alma y “saber cómo hacer ver” a los lectores con la ayuda imprescindible del lenguaje. Por consiguiente, como lector y miembro de la cofradía de san Gustave Flaubert, desde el principio de El ojo mágico me puse las mismas gafas del maestro cuando escribía, por ejemplo, “«Yo sé ver como ven los miopes, hasta en los poros de las cosas”. Cuando Flaubert se dio cuenta del genio de Maupassant y pasó a ser su padre literario, le reveló el gran secreto: “Para describir las llamas de un fuego o un árbol en una llanura, debemos permanecer frente a ese fuego y a ese árbol hasta que para nosotros dejen de parecerse a ningún otro árbol y a ningún otro fuego”. En resumen, mirar intensamente algo o a alguien es el cordón umbilical que anuda al escritor con el mundo sensible y transforma en interesante aquello que, previamente, parecía solo una trivialidad o una insignificancia. De ahí que Flaubert estuviera convencido de que la ficción puede ser más real que la realidad misma: “Madame Bovary no tiene nada de real. Es una historia totalmente inventada” (…). “Sin duda, en este momento mi pobre Bovary sufre y llora en veinte pueblos de Francia al mismo tiempo”. Así le respondió, tras la publicación de la novela en 1857, a una corresponsal que le preguntaba en qué historia real se había basado.
Al hilo de la lectura de estos cuentos fui sintiendo, la transitividad que me transmitía el ojo clínico de su autor, su mirada casi quirúrgica que aparta los epitelios de la apariencia para llegar al meollo de los seres humanos. Por ejemplo, el cuento “Sísifo García”, arquetipo del hombre insignificante y del valor de lo que somos capaces de crear, la relación que establece entre el antropólogo Marc Augé, “los no lugares y las no personas”: “Sísifo García solo aspiraba a ser olvido”. En media docena de páginas, el retrato de un revisor capaz de taladrar los tiques del autobús con esmero artesanal, hasta tal punto que “los billetes, que antes se hacían bolitas olvidadas en los bolsillos, empezaron a coleccionarse como cromos de santos” (p. 185).
Cuando te atrapa la imaginación de un escritor, cuando te embelesa y, al mismo tiempo, te mantiene espabilado, se produce en el lector algo así como una suspensión del tiempo y hasta del espacio. Durante esos paréntesis, da igual que leamos sentados en un sillón de IKEA o en un sofá de Roche-Bobois. Y es que todos somos iguales ante la necesaria ilusión que llevamos guardada en la mochila de nuestros pensamientos, el imprescindible deseo de soñar con otra vida. Ese es el collar y el meollo, creo, de las historias vistas por el ojo clínico y mágico de Antonio Jurado y contadas desde una realidad ficticia más real que la vida misma. Que levante la mano quien no esté necesitado de historias que nos ayuden a sacar la cabeza de la dura realidad y que, por encima de lo verosímil, nos permitan agarrarnos al clavo de la ficción. No es nada nuevo, siempre ha sido así, pero quizá hoy, hartos de tanta hartura seudoinformativa, estamos más necesitados que nunca de arrobarnos con la realidad inventada. Casi todas las páginas de El ojo mágico dejan en el camino de la lectura migas ficticias, mojadas en ironía y ternura, para no perdernos por los cerros de las apariencias humanas. Por ejemplo: “El día en que Juan Preciado salió en busca de su padre no sabía que ambos estaban muertos”. Fue al encuentro con Pedro Páramo y se topó con “un tal Rulfo” cuyos “huesos se fueron desgastando hasta que deshechos en mero polvo se confundieron con el páramo”, como le contó un arriero.
O el caso clínico de Carlos Luis Roncaglia que “nunca volvió a su ser después de leer a Borges”, el magnífico cuento titulado “Carlos Luis en su laberinto” o cómo acabar trastornado tras vivir entre las páginas de Borges, incluso quedándose ciego por su propia voluntad.
O el inquietante “Mi padre”: “Podría haber tenido cualquier otro oficio, pero arreglaba radios”. El chocante taller en cuyo ángulo más oscuro, como extraños invitados, se entreveían los lomos, en falso cuero, de una incompleta historia de Roma: “Añorados libros viejos cuyo polvo nos protege de las urgencias, como armisticios con el tiempo”. Entre otros muchos que podría poner como ejemplo, este cuento muestra otra virtud esencial de todo buen narrador: para transmitir hay que saber de lo que se habla, describir con precisión el escenario por el que se mueve la imaginación del lector. En esta nostalgia por la radio, o sea, por un tiempo en que el oído de la imaginación enchufaba sus cables en la palabra hablada, se oye la voz del narrador que susurra al oído del lector unas pocas líneas que le trasladan a un mundo desaparecido: “Sobre el banco, bajo la amarilla luz de su flexo, mi padre se maneja entre lámparas, cables, fusibles y un batiburrillo de tornillos promiscuos (el subrayado es mío) a la búsqueda de diminutas tuercas, piezas todas de un tamaño inadecuado a sus manos. A su derecha, a través de la pantalla de cretona suena el altavoz de una Philips recién reparada. Llena el taller la voz cavernosa de un locutor que recita, parece muy afectado, la triste historia de un seminarista de ojos verdes”.
O el cuento titulado “La visita” cuyo protagonista, dotado del poderoso don de adivinar el porvenir ajeno, trata de descifrar el secreto de la muerte en nuestra sociedad. “La misma tecnología que nos mantiene vivos nos deshumaniza… Así que en tanto nos piensan (…) alguien nos decide”. Pero Edmundo Gálvez se propone llegar mucho más lejos y crear una nueva ciencia “que confirmaría el Pronóstico Absoluto”. Para conseguirlo, “leía un libro con las hojas en blanco hasta que cada página empezaba a llenarse de imágenes y signos”. En la permanente transitividad de El ojo mágico, en esa especie de vasos comunicantes a través de los cuales unos libros vierten su caudal en otros, me quedé gratísimamente sorprendido al comprobar el parentesco de este cuento con mi admirado Marcel Schwob de quien tuve el privilegio de traducir sus Vidas imaginarias. En su obra Il libro della mia memoria, publicada en 1905, un maravilloso viaje por la intimidad de la lectura, aparece esta afirmación: “El verdadero lector construye casi tanto como el autor, solo que lo hace entre líneas. Quien no sabe leer en el blanco de las páginas, nunca será un buen degustador de libros. La vista de las palabras, al igual que el sonido de las notas en una sinfonía, acarrea una procesión de imágenes que nos transportan con ellas”. Y, por supuesto, tirando de las cerezas en la historia de la literatura, ¿cómo no pensar en Borges y en su babélica biblioteca o en Italo Calvino y su Si en una noche de invierno un viajero. A todo este Olimpo añado la obra de Albert Lhermite (1817-1885), el autor de un cuento titulado “La biblioteca de papel en blanco”, un escritor casi absolutamente desconocido, pero un auténtico antepasado de los Schwob, Borges, Perec y tutti quanti han tratado de explorar las zonas tangentes entre el mundo real y la ficción. Por ejemplo, Antonio Jurado.
Como veterano letraherido, como profesor o como escribidor de notas de lectura, lo único que siempre trato de transmitir es el placer de la lectura. Mi enhorabuena a su autor y, por supuesto, al editor que, una vez más, demuestra su valentía al publicar lo que descubre su fino olfato lector. Y, sobre todo, el deseo de que El ojo mágico y otros relatos consiga abrirse paso en medio de la maraña libresca.