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Málaga

La ciudad imaginaria

La ciudad imaginaria

Anoche tuve un sueño extraño. En él, mi editor y sin embargo amigo Miguel Ángel Magnani me pasaba un archivo con el texto de “una historia muy peculiar”, según sus palabras. Él, que confía en mis aptitudes como escritor, también quería esta vez mi parecer como opinador. “Soy jurado en un certamen de relato, y con este no sé a qué carta quedarme, la verdad”, me escribía en su correo.

Leí las páginas del manuscrito con interés, y noté desde el principio que el autor o autora (la plica mantenía ese dato en secreto), situaba los hechos en un territorio nebuloso, voluntariamente innominado, una ciudad imaginaria con fronteras difusas entre lo práctico y lo ilógico. Para empezar, aunque la Historia enseña que la prosperidad de los núcleos de población se ha articulado generalmente en torno a terrenos fértiles y fecundos bañados por ríos caudalosos que dan vida y crean zonas industriosas y riqueza biológica y sociológica, en esta ocasión la ciudad imaginaria estaba cruzada por un río sin agua, que más que un surtidor gigante parecía una vergonzante cicatriz, y a lo largo de décadas con discusiones intermitentes, que resultaban infructuosas porque acababan siempre sin acuerdo, sus habitantes y gobernantes alternaban posibilidades hipotéticas hablando de desviar el curso fluvial, de abovedar el cauce para urbanizar parcialmente los terrenos aledaños, de crear un amplio espacio de participación ciudadana…, mil propuestas huecas que jamás contaron con el respaldo de un consenso ni la seguridad de unos presupuestos y unos plazos con los que ejecutar algún proyecto. La primera contradicción que aquellas páginas contenían se refería, por lo tanto, al dilema de cómo insuflar vida en todas las márgenes de una ciudad negándoles el aporte mayor de vida, que es el agua.

Pero hallé más contradicciones que, desde luego, solamente son atribuibles a las licencias con las que tantas veces la literatura se permite posar su mirada libre y caprichosa sobre las cosas del día a día. Dos de los símbolos por antonomasia de la ciudad se basaban, primero en un oxímoron, y después en una provocación. Si no existe en la naturaleza emblema mejor que la sencillez y la belleza de una flor, ¿a qué viene tener que fabricarse una impostada?, ¿por qué ese afán de coger los pétalos de un lado y los tallos de otro, y clavarlos trabajosamente sobre un tercer soporte vegetal usado a modo de bandeja?, ¿qué sentido tiene poner a luchar lo natural contra lo artificial para crear una especie de flor-frankenstein?, ¿acaso los términos flor y artificial no encierran ya una paradoja irresoluble?

La provocación de la que hablaba se refiere a la necesidad de señalarse, de ser más chulos que un ocho, más papistas que el Papa y, en este caso, más feministas que nadie. En unos tiempos en los que el empeño, justo y sensato, de buscar planos de igualdad para hombres y mujeres en todos los ámbitos frecuentemente se contamina con gestos propagandísticos y sobredimensionados que son claramente innecesarios, ¿de verdad hacía falta dar la nota de género para cambiar el significado de lo que siempre fue el enclave vertical que aportó seguridad y abrigo en todas las ciudades costeras del mundo? Un faro es un monumento grandioso, sinónimo de luz y guía, y, en cambio, una farola no es más que un complemento urbanístico que aporta luz en letras minúsculas. ¿Por qué degradar la grandeza de un faro llamándola farola?, ¿valía la pena esta concesión al mainstream LGTBI, con tal de ser la única ciudad en toda la península que tuvo tan insólita ocurrencia?

Con todo, la historia en sí de la ciudad imaginaria estaba bien trazada y era rica en mestizaje y vicisitudes, sabiduría y arte. Las descripciones iban presentando diestramente los indudables valores paisajísticos de litoral e interior, y de un modo inconsciente, leyendo los sucesivos párrafos, yo también quedé prendado de una especie de hechizo misterioso. Lo malo era que, de vez en cuando, ¡zas!, llegaba otro patón de estilo, otro derrape, otra decepción, y más y más acontecimientos inexplicables y bizarros. ¡Venga ya! ¡Que la moda del realismo mágico ya hace años que pasó!

La gota que colmó el vaso llegó sin previo aviso. Resulta que en uno de los últimos capítulos uno de los personajes principales, nada menos que el máximo regidor municipal, empeñado en dictar nuevas normas de seguridad en materia de circulación urbana, es atropellado por un patinete en manos de una conductora sin mucha pericia y con mucho descaro. ¿En serio? ¿Precisamente el alcalde, y en las mismas puertas del Ayuntamiento? ¿Se trataba de una casualidad, o había ahí oculta alguna intencionalidad vengativa? ¡Quién se iba a creer eso, por Dios!

Al final del sueño, en mi respuesta para Miguel Ángel, le escribí que el texto era muy prometedor, pero que los cánones de la literatura exigen más dosis de verosimilitud. Y sin embargo, cuando desperté, la Farola todavía estaba allí.

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Carlos Pérez Torres (Málaga, 1958) es escritor y educador. Licenciado en Filología inglesa, ha trabajado muchos años dando clases de Literatura en institutos de Málaga y su provincia. Entre sus obras narrativas destacan títulos como «Nico y Aurora» (2008), «Relatos del impostor» (2016), “Círculos concéntricos” (2018), «Notas al margen» (2022) y «Mala conciencia» (2023). En poesía, entre otros libros, ha publicado «Temblor» (2000), «Razón de convivencia» (2006), o «Antología privada» (2019), y prepara actualmente «Horas de insomnio». También es articulista y autor de novelas de infantil/juvenil.

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