Diga lo que diga la etimología, el término ‘villano’ no designa a la persona natural o habitante de una villa. Al menos, desde aquellos siglos en que la sociedad distinguía entre nobles, hidalgos y pueblo llano, ya nadie lo emplea en ese sentido. En cambio, los adjetivos que aporta el diccionario en sus siguientes acepciones (descortés, ruin, indigno…) sí se relacionan con el concepto que tenemos todos los que guardamos en nuestro equipaje sentimental un esquema simplón, producto de tantas horas asimilando historias, leyéndolas o viéndolas en tebeos y libros, en el cine o en la tele. El villano era el malo, el antagonista, un ingrediente principal para que la historia funcionase.
Muchas veces también proporcionaba la coartada para justificar moralmente la presencia en el guion de ciertas dosis de violencia y brutalidad, golpes y sangre. No hay héroe que valga si no es capaz de vencer al malvado enemigo, su temible competidor, y desbaratar sus planes de destrucción, sojuzgando sus instintos asesinos. ¿Qué habría sido de David sin Goliat, de Blancanieves sin la madrastra, de Spiderman sin el Duende Verde, del agente 007 sin el Doctor No, de Oliver Twist sin el viejo Fagin?
Sin embargo, una novela da mucho más juego para las complicaciones que una película, deja más espacio para los matices. En la literatura contemporánea se combaten los maniqueísmos de este tipo, y se construyen personajes complejos que son reflejo de unas personalidades poliédricas con altos y bajos, luces y sombras.
Los protagonistas ganan enteros si el lector puede acceder a sus debilidades y flaquezas, ráfagas de odio o impotencia, momentos de desaliento, del mismo modo que los antagonistas cobran interés si se nos desvelan los motivos por los que se comportan así, y descubrimos que, a fin de cuentas, también ellos tienen su corazoncito. Ni siquiera tales delimitaciones quedan claras. Recordemos que ya con Stevenson las dualidades más terribles se incorporaban en una misma naturaleza – el doctor Jekyll y Mr. Hyde – de la mano de las insospechadas posibilidades que los progresos científicos empezaban a aportar a la literatura. Antes que él, Mary Shelley también había sacado de un laboratorio la trama, llena de dilemas, que un mismo nombre, el de Frankenstein, tradujo en torturas para el doctor y para su criatura, monstruosa e inocente.
Citemos aquí al gran Juan Marsé, quien, por boca del Java, uno de sus personajes jóvenes de ‘Si te dicen que caí’, se pregunta: “¿Qué decir de esos cuentos de miedo que hacen reír a los mayores, y de esas historias del malo que empieza a volverse bueno, y del bueno que acaba siendo malo?”. Cabría preguntarse por el atractivo del villano, por qué en muchos modelos sociales tantas veces el personaje más chulo, transgresor o canalla, el de menos principios o escrúpulos, es precisamente quien tiene más prestigio o éxito.
Por otra parte, ¿con qué frecuencia acierta uno despreciando rotundamente a alguien y quedándose tan pancho? ¿Quién no se ha dejado llevar alguna vez en sus juicios sobre otros por las primeras impresiones? ¿Quién, aun involuntariamente, no se ha precipitado al catalogar a fulanito o fulanita como simpático o antipático, desprendido o miserable, humilde o vanidoso…, por una reacción, un gesto, un comentario? ¿Y cuántas veces el paso del tiempo o un conocimiento más profundo de la persona en cuestión no nos ha hecho desmontar teorías, desandar caminos, retractarnos, desdecirnos?
Cualquiera de nosotros tiene muchas aristas ensambladas, capas superpuestas, eslabones encadenados. La vida nos pone a todos muchas pruebas, y es arriesgado quedarnos con el perfil que damos en un momento único e irrepetible cuando presentamos sólo una dimensión, una faceta. Todos podemos ser un poco héroe o un poco villano según para quién y en qué momento. Nuestro deambular por la vida, al igual que nuestras incursiones por los libros, deberían ayudarnos a considerar la complejidad del mundo, y a discernir lo que de bueno y malo pueda haber en cada etapa que afrontemos, en cada decisión que tomemos, porque no todos pueden salvar el planeta, o ganar la recompensa, o casarse con la chica, y además, a muchos no nos gustan las perdices.