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sábado, noviembre 30, 2024

Mi experiencia de Derry

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Por Pilar Iglesias Aparicio

 

Derry fue mi puerta de entrada a Irlanda. Llegué a Derry a finales de agosto de 2002, y estuve allí hasta el 19 de diciembre, justo durante el primer trimestre del curso escolar, como profesora de español en un colegio católico de chicas cercano al Bogside, participando en un programa de intercambio de profesorado entre los Ministerios de Educación de España y el Reino Unido.

Dos aviones y varias horas en el aeropuerto de Stansted en Londres, me llevaron del calor del verano de Málaga a la pequeña ciudad bañada por el río Foyle. Me sorprendió la increíble soledad de sus calles los domingos por la mañana, las inscripciones de los lealistas y la terrible memoria de un pasado reciente aún visible en las torretas que habían sido torres de vigilancia del ejército británico.

Durante algunas semanas en el mes del septiembre, fue verano en Derry. El cielo se vistió de azul y el sol brillaba en el verde césped del campo justo en frente de la casa donde yo vivía, y me ofrecía impresionantes puestas cuando volvía al atardecer y lo descubría en lo alto de la colina, al comenzar la cuesta de Glen Road.

La herencia del dominio y el dolor estaba todavía presente casi en todas partes La primera vez que fui al Bogside, justo uno de mis primeros días en Derry, me sentí en un lugar sagrado y no me atreví a hacer ninguna fotografía de los murales: Bernardette Devlin, a quien tanto había admirado, convocando a la gente para las manifestaciones; los soldados entrando en las casas violentamente… los murales en homenaje a quienes habían muerto en las huelgas de hambre.

La vida en la escuela no era fácil. Yo ya había trabajado como profesora durante más de veinte años, en un instituto de enseñanza secundaria en un barrio obrero de Málaga. Sabía lo difíciles que pueden ser las y los adolescentes algunas veces (casi siempre reflejando en su comportamiento transgresor las injusticias sociales y familiares no resueltas). Pero, en Derry, tuve que enfrentarme con algunas de las clases y estudiantes más difíciles que he encontrado. Desde luego, una vez más, al igual que en España y cualquier otro lugar, aquellas muchachas rebeldes solo estaban expresando la herencia de la violencia del pasado. También encontré buenas alumnas y algunas de las más pequeñas a quienes les parecía muy divertido tener una profesora de español “de verdad” (es decir, española). A todas les deseo lo mejor, después de tantos años.

A veces, al salir de la escuela por la tarde, me iba a Buncrana en autobús. Sentía entonces que ir a la República era una forma de tomar aire fresco, un descanso de la tensión que todavía se percibía en Derry. Y algunos fines de semana viajaba a Dublín, ciudad de la que inmediatamente me enamoré.

Solo pasé menos de cuatro meses en Derry, pero viví la ciudad en profundidad y aún conservo la belleza de sus colores en mi memoria: el azul y el verde de septiembre; los colores amarillos y dorados del otoño, antes de Halloween; las oscuras calles cubiertas de barro y hojas marrones en noviembre y los mágicos días blancos de diciembre, cuando todo, incluso las telas de araña y las diminutas ramas de los arbustos que me cruzaba camino a la escuela, se cubrieron de hielo.

También recuerdo la amabilidad de la gente: las señoras que atendían la biblioteca pública donde iba cada tarde a leer y consultar internet; los talleres de “counselling” y literatura feminista que compartí con mujeres de Derry en el Centro de la Mujer del Ayuntamiento; los talleres de yoga y meditación a los que fui… porque la ciudad donde tanto sufrimiento, violencia y dolor habían dejado su huella, era también un lugar que buscaba sanación y recuperación; y la amistad y el apoyo que me brindaron algunas de las profesoras durante mi estancia en la escuela.

Y recuerdo también el Festival de Cine donde vi por vez primera Las hermanas de la Magdalena, sin imaginar entonces el papel que tendrían en mi vida en el futuro.

Volví a Derry por segunda vez el agosto pasado, veintiún años después. Una visita corta que me permitió volver al Bogside y ver desde lejos la escuela de Santa Cecilia en lo alto. Pude sentir que algunas cosas están cambiando para bien en mi querida Derry. Las viejas torretas militares han desaparecido; se ha construido un nuevo puente sobre el Foyle, lo que simboliza la voluntad de superar las divisiones y promover el diálogo y el entendimiento; la plaza del Diamond estaba animada, con nuevas tiendas y restaurante, y el Ayuntamiento ofrecía una exposición sobre la Plantación, tratando de hacer comprensible la historia del pasado para ayudar a construir un mejor presente.

Amo Irlanda, la he amado desde que la conocí, y nunca olvidaré que Derry fue mi puerta de entrada a la Isla Esmeralda.

Enviado por José Antonio Sierra

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