Le epopeya bandolera del NE. de Brasil.
Por ANTONIO NADAL
Hace algún tiempo la fortuna puso en mis manos una investigación excepcional, un libro mágico por la distancia sin tiempo comparado, donde el mito consigue subvertir la muerte y el dolor embellecer la literatura
Por Hobsbawm conocíamos una cita bibliográfica en Bandidos (1969). Después traducido al castellano puede disfrutar de “Os Cangaceiros” de María Isaura Pereira de Queiroz, ilustre historiadora brasileña. Pese a publicaciones posteriores (Peter Singelman, Linda Lewin, Billy Jaynes Chandler), como dice Hobsbawm “Os Cangaceiros”… tiene todo lo que hay que saber sobre el bandolerismo en el Brasil”.
La epopeya bandolera brasileña posee su propio rey de la caatinga (bosques ralos de cactus y matorrales espinosos): Lampião (farol, linterna grande). Virgulino Ferreira, el príncipe del Sertón.
Lampião ocupa el centro del libro de María Isaura. Su origen no está alejado de las causas más elementales del bandolerismo, de quienes actúan al margen de una ley considerada un apéndice de los poderosos. El escenario de sociedades sin Estado.
Virgulino quería venganza: El día que acabe con los Nogueiras -habría dicho- o los expulse de la Serra Vermel -ha -como hicieron ellos con mi papá-, podré morirme; más si antes de eso una bala perdida me alcanza, entonces partiré, sólo que muy agobiado con el corazón oscuro. Estoy esperando la oportunidad que me permita hacer el trabajo de una sola vez, para que no tengan que regresar luego a completar la obra.
Los tres hermanos Ferreiras, otra de las alianzas que configuran las resistencias asociales ,no tardaron en hallar la banda de Sinho Pereira, y poco después recibieron el verdadero bautismo de fuego. Orgulloso, Virgulino le comentó al jefe que durante la balacera con la volante policial su fusil no había dejado de relumbrar como un Lampião.
Los cabras encontraron muy gracioso lo que dijo, y Luis Padre anotó que ya no caerían más en las emboscadas de los volantes, por falta de un farol para iluminar el camino. Desde ese día, Virgulino Ferreira da Silva empezó a ser conocido como Lampião. Y del cañón de su espingarda -arma que más tarde reemplazó por un fusil del ejército, regalado de las autoridades federales- brotó un fulgor, luz lívida y siniestra que por más de quince años iluminó los sertones de Nordeste.
El cangaceiro tenía treinta y tres años cuando Ranulpho Prata -investigador que recogió con mayor o menor fortuna sus crímenes- esbozó su figura basándose en descripciones que oyera: Virgulino Ferreira es de color bronce oscuro, tiene 1,90 metros de estatura, torso fuerte, cabellos negros y lisos que caen sobre los hombros, facciones duras, aunque armónicas, sin ningún físico de atavismo. Excelente dentadura. El ojo derecho -inservible por culpa de un gajo de jurema- lagrimea constantemente, protegido con anteojos de montura de oro… Lo que más impresiona en su extraño físico son las manos: terroríficas, expresivas, revelan un temperamento, una vida. Manos feroces, convulsivas, astutas, brutales y ávidas. Parecen siempre febriles, temblorosas, animadas de una extraña vida, como si cada músculo y cada nervio recibiera permanentemente la excitación de una aguja eléctrica. Manos que poseen hábitos horribles, pasiones furiosas.
Lampião procedía de relaciones étnicas autóctonas de esa parte de Brasil. Así lo proclama Optato Gueiros -uno de los perseguidores más implacables del cangaceiro -quien así lo describe en su primer encuentro con Virgulino. Allí Lampião habría expresado un pequeño orgullo, matiz de raza.
–Sin embargo -dijo Lampião-, yo no nací para esta vida de cangaceiro. Habló con franqueza; si no hubiese nêgo en la policía para lidiar con la gente, yo hasta sería soldado.
-Compadre Virgulino, ¿acaso no eres negro? -interrumpe Sebastiao.
-No -tercia Antonio Ferreira-. El no es negro sino moreno, color de canela.
-Basta ya, Antonio -observó Lampião-. Deja ya el tal color de canela que no soy una mujer.
-Es cierto -medita Sebastiao-, el asunto ese de color de canela no es para hombre; él es moreno luscofusco. El suyo es el color moreno del anochecer.
En 1922 Sinho Pereira, cansado de su vida de aventuras, se marchó y transfirió la comandancia del grupo a Virgulino. Su inteligencia, capacidad táctica y de liderazgo le convirtieron en inaccesible para el ejército o la policía, según los testimonios de hasta sus más encarnizados enemigos.
Los cangaceiros tenían su manera específica de luchar, su “arte de la guerra”, que más tarde copiarían las volantes.
En lo más enardecido de la refriega cantaban, injuriaban o se ponían a relinchar o a imitar a muchos otros animales, en los que eran completamente correspondidos y emulados por los soldados que, a su vez, en términos generales, compartían la misma procedencia.
Lampião fue herido en el combate de Baixa Verde.
Lo rescató el cangaceiro Meia-Noite, negro hercúleo que se alejó con él cargado a sus espaldas, escondiéndose en el valle hasta la completa recuperación de su jefe. El autor de sus heridas fue Odilón Flor -uno de los hombres del sargento Quelé-, razón por la cual Lampião llegó a odiarlo intensamente.
María Bonita, el amor
Hija de Joao Casé -propietario de la hacienda Malhada do Caiçara– y de su mujer María Déia, contaba entonces diecinueve años de edad y vivía con un zapatero llamado Zé de Neném. El sobrenombre que le dieron a ella le hacía justicia, porque María Bonita era realmente una bella mujer. Optato Gueiros oyó de la boca del cangaceiro Cambaio la historia del encuentro de Lampião y la muchacha. Cuando Virgulino arrió al predio de Joao Casé, María Bonita no se encontraba allí; vivía con su marido cerca del pueblo de Santa Brígida. Enamorada del famoso cangaceiro aun sin conocerlo, no ocultaba su fascinación por sus hazañas y por todo lo que se contaba de él; sin embargo, conocía a Luis Pedro, que aceptó llevarle un recado suyo a Lampião.
De acuerdo con una de las versiones de esta historia, cuando Lampião llegó a casa de la mamá de María Bonita, ésta habría mandado llamar a su hija para que conociera al cangaceiro. Según la explicación de Optato Gueiros, Virgulino habría dejado la banda junto con cuatro compañeros para seguir a Luis Pedro hasta la casa del zapatero. Al oír las llamadas, María habría acudido a la puerta reconociendo al hombre a quien había distinguido y dirigiéndose a Lampião, habría dicho alto y claro, para que todos oyeran:
-Este es el hombre que yo amo.
Y agregó:
– ¿Quiere raptarme o quiere que lo acompañe?
-Lo que usted prefiera, María, eso también prefiero. Si está dispuesta definitivamente a acompañarme, vámonos ya -respondió Lampião.
Sin más preámbulos ella entró en la casa y, cuando salió, fue con una manta terciada al hombre y dos morrales con ropa, al uso de los cangaceiros. Volviéndose hacia el marido, petrificado en un rincón de la sala, le dijo:
-Adiós, Zé.
Y desapareció con su soñado nuevo amor.
La masacre de Angico
Lampião intentó poco a poco ir desapareciendo del mundo cruel e inestable del sertón y creía que podría ser perdonado. El resto del país no era muy distinto a su vida de ataques o crímenes. Sin embargo, la policía no ignoraba que Lampião seguía con vida y era el cerebro de varios asaltos padecidos por haciendas y pueblos; por tanto, decidió localizar su escondrijo y atacarlo.
En junio de 1938, el cabo Joao Bezerra detuvo al comerciante Pedro Cándido por sospechar que negociaba con Lampião.
Sometido a una serie de torturas, Pedro Cándido acabó por confesar su vínculo con el cangaceiro. Admitió que últimamente iba todas las semanas a Sergipe, donde Lampião se encontraba con su banda, y que muchas veces pasaba semanas enteras con él.
La traición siguió a la confesión. A juicio de Nonato Masson, Pedro Cándido fue inicialmente solo a Angico, y de madrugada habría envenenado el café que debían beber los cangaceiros. La casi inmediata llegada de Bezerra se anunció con un intenso tiroteo, más para entonces los cangaceiros ya habrían muerto. La policía saqueó la guarida de Lampião, equipada por él con todo lo necesario para llevar una vida confortable, sin olvidar la máquina de coser de María Bonita.
Después de la masacre y el saqueo de los cadáveres de los bandidos, el soldado Sebastiao Viera Sandes recibió órdenes de cortar la cabeza de Lampião, en tanto que su compañero, el soldado Antonio Bertoldo da Silva, hubo de hacer lo mismo con María Bonita.
Los demás cangaceiros también fueron degollados y sus cuerpos arrojados al fondo de un riachuelo. Las cabezas fueron colgadas en latas de queroseno llenas de salmuera. Con el fin de simular un combate que no existió (puesto que al llegar la tropa los cangaceiros ya habrían muerto envenenados) e impresionar a los superiores, el soldado Adriao Pedro de Souza habría sido asesinado por sus compañeros y el cabo Joao Bezerra se habría disparado un tiro de raspado en su propia pierna.
Lampião, el rey del serton, el príncipe de los bandoleros pasó a formar parte de la historia y el mito del Brasil.
Enviado por José Antonio Sierra