A muchas personas les asusta la grandilocuencia, y hablan de la Pintura, la Música o la Literatura con un respeto excesivo, como si fueran tres Musas, o las tres Gracias, sin comprender que todos los campos artísticos guardan hallazgos al alcance de su sensibilidad. En ocasiones, ser iconoclasta o ser rebelde equivale a intuir que los exquisitos sabores reservados para unos pocos también pueden ofrecerse al paladar de todos, y por eso, especialmente a la literatura hay que bajarla del pedestal, sacarla de las estatuas y de los libros para saber apreciarla igualmente en sus dimensiones cotidianas. La mejor manera de hacerlo es quitarle la ele mayúscula que la entroniza como una de las grandes Bellas Artes, trono que la dignifica pero que también la aleja de la calle, convirtiéndola en una señora fría y distante.
Hay personas que jamás han leído una novela, y aseguran no entender la poesía, y sin embargo utilizan con soltura los recursos literarios al emplear con naturalidad en su día a día el lenguaje figurado con su correspondiente fuerza expresiva. Esas personas quizá no sabrían definir el concepto de “metáfora”, pero dicen que tal muchacho es un gallina, o tal muchacha un bombón y cualquier conferencia les parece un ladrillazo. Dicen igualmente que fulanito está como una cabra, o que se sube por las paredes, sin haber oído nunca los términos “símil” o “hipérbole”.
Recientemente, en las palabras de despedida improvisadas por una compañera del instituto a quien los demás habíamos sorprendido con un detalle de gratitud y reconocimiento, pudimos comprobar que a menudo esa prevención de quien empieza un discurso diciendo aquello tan socorrido de “yo no sirvo para decir las cosas con belleza o elegancia”, “yo no soy buen orador” o “a mí no se me dan bien la escritura”…, no es más que una pose o un parapeto, y en cambio la posibilidad de conectar con quien escucha o lee no responde a una actitud de impostura, y desde luego depende de presupuestos éticos más que estéticos. Esa profesora, en su sencillez, consiguió emocionarnos a todos con sus “torpes palabras” al igual que un escritor puede imitar el habla vulgar de determinados personajes, pero puede y sabe también destilar autenticidad con el modo en que los hace comportarse. Igual de grande puede ser la literatura que se descubre en el ambiente rural de los rudos campesinos castellanos de Miguel Delibes que la que se encubre en el mundo palaciego de los refinados caballeros y las encorsetadas damiselas británicas de Jane Austen.
Las cuestiones previas de educación o las circunstancias de la envoltura social nunca deberían ser una razón, ni siquiera una excusa, para distanciar a las personas del asombroso descubrimiento de que su arma más incisiva, su herramienta más poderosa, su juguete más entretenido, su flor más delicada…, su mejor instrumento en definitiva, no tienen que adquirirlo en ninguna parte porque ya disponen de él a través de la palabra. A todos nos viene de serie la facultad de sentir y la posibilidad de expresar lo que sentimos. Sólo siendo conscientes del enorme valor del potencial que todos tenemos, podremos aspirar a desarrollarlo en cierta medida, a pulirlo disponiendo las palabras con nuevas intenciones, para que de pronto aquella persona que siempre distinguió su sentido del humor con una fina ironía pueda seguir jugando con el doble sentido de las palabras dotándolas ahora de cierto brillo literario, o aquella otra que hablaba sin parar pueda detenerse en la polisemia de sus queridas palabras para llenar silencios nuevos creando por escrito nuevas asociaciones y elaborando sorprendentes imágenes.
Saquemos en conclusión que todos, altos o bajos, guapos o feos, sociables o introvertidos, cultos o iletrados, todos vosotros, amables lectores, todos nosotros, animales racionales y pasionales, debemos charlar, dialogar, comunicarnos con nuestros semejantes, usar las palabras siendo conscientes de todas sus cargas y valores, porque, como decía Eugenio d’Ors, la conversación -con mayúsculas o no- es una de las Bellas Artes.