El pasado viernes se unieron en Málaga la felicidad impostada y el consumismo desaforado con las rebajas del llamado Black Friday y la algarabía del encendido navideño. Luces y sombras: descuentos diabólicos y figuras angelicales (la iconografía religiosa al servicio de la retórica), regalos y alegría por una parte; y por otra, muchedumbres en los centros comerciales y manifestación de móviles en la calle Larios.
Cada año en los últimos tiempos, después del verano y los veranillos de septiembre y octubre, el límite de Halloween (otro ejemplo jugoso de colonialismo cultural y económico) da paso a la entrada triunfal del mes de noviembre, y con él llegan las nuevas cargas de profundidad contra el habitante independiente, el individuo con criterio propio y sentido crítico, que queda empequeñecido y difuminado ante la poderosa avalancha de la maquinaria del capitalismo. Entre el viernes negro y la blanca navidad, toda la inmensidad gris de la ciudadanía anónima, la masa, el target.
No digo que cualquier ciudadano no pueda aprovecharse de ciertas ventajas a la hora de adquirir prendas que necesite para ampliar o renovar su vestuario, o artículos destinados a mejorar la calidad de su ocio o del equipamiento informático o del menaje de su hogar, etcétera, sino que da grima comprobar que la obsesión por las compras -que son innecesarias en bastantes ocasiones- transforma para muchos, y cada vez más, un acto de decisión libre en un fenómeno compulsivo.
No digo que el magnífico envoltorio de luces y sonido no pueda asociarse a una mayor intensidad en los sentimientos legítimos de alegría y felicidad, sino que descorazona un poco ver que todo el aparato organizativo del establishment quiera pastorear tales sentimientos dirigiéndolos al redil de una calle en concreto, en días y horas determinados, que es cuando todos tienen que sobrecogerse simultáneamente para que luego las fotos luzcan tanto como la que ilustra esta columna mía de hoy.
La cita con las rebajas era tradicionalmente una oportunidad de aliviar los bolsillos después de los dispendios ocasionados en las pagas extra por las comidas y los regalos de la Navidad, y el equipaje sentimental de esa época, asociado a la ilusión infantil sobre todo, se ejemplificaba en las bocas y los ojos abiertos de tantos niños y niñas cuando los estímulos más sencillos eran capaces de operar su magia al hacerles colocar unas figuritas o cantar unos villancicos. Ahora todo eso contrasta con movimientos calculados por instituciones y empresas, y por eso tanta gente practicando inglés a la fuerza (black Friday, cyber Monday, all I want for Christmas…) ven adelantadas sus oportunidades para consumir y ampliados sus márgenes de tiempo para comer turrón y beber cava, de las antiguas dos semanas vacacionales a las tendencias actuales, de dos meses como mínimo.
La espiral de todo mejor y todo más grande (incluyendo esas absurdas y obscenas competiciones al medir la cantidad de bombillas o la altura de los abetos artificiales) está desplazando el eje desde lo popular hacia lo populista. No permitamos que algo que siempre fue festivo y materia de celebración para todos se deslice a un reducto ombliguista que nos lleve a festejar y celebrar “solo lo nuestro”. No sería sensato contribuir a que esa tensión entre ciertas ciudades jugara en contra de la distensión entre sus ciudadanos.