Por Antonio Álvarez de la Rosa
Desde hace unos pocos meses empezaron a erizárseme los pelos políticos. Ya me había inquietado, por ejemplo, que “libertad” haya engrosado la lista de sinónimos que significan hacer lo que me da la real o republicana gana. La alarma sonaba aún muy leve en mis neuronas lingüísticas cuando, de repente, una palabra se ha echado a la calle de la protesta, agitada por la extrema derecha para calificar de “dictadura” al Gobierno de España democráticamente elegido. Por si me faltaba poco, ayer le sumé el silencio expectante del numeroso público que asistía, en el tercer piso de la malagueña librería Proteo y Prometeo, a la presentación de Caleta Palace, un documental, dirigido por José Antonio Hergueta, sobre la caída de la Málaga republicana, tras el golpe de Estado del general Franco, preludio de la subsiguiente Dictadura que nos atenazó durante cuarenta años.
Indigna y entristece que, en un plis-plas histórico, las palabras puedan ser manipuladas hasta perder el sentido. La lista de términos cuyo uso tergiversa en estos días una parte de mis conciudadanos está empezando a ser interminable. Quizá, me digo, será porque ignoran que el lenguaje de cualquier poder siempre ha intentado engañar. Para eso ha estado siempre (el poder, quiero decir), pero ahora, además, somos temerariamente mentirosos.
Estas innumerables falsificaciones que envenenan el aire de la lengua recuerdan las que, con paciencia filológica y con grave riesgo de su vida, iba almacenando Victor Klemperer, catedrático de Literatura francesa en la Alemania nazi, en su libro La lengua del Tercer Reich, recopilación la suya que nos demuestra que no hubo ni hay sociedad que deba ignorar los peligros de la manipulación de la lengua.
Si consultáramos el diccionario de la lengua al menos tantas veces al día como el pronóstico meteorológico, su radar nos descubriría la farfolla comunicativa que invade la logoesfera y la grafoesfera, el cartón piedra de muchas ideas que parecen tener sentido y, sin embargo, no resisten que les levantemos la epidermis semántica. Con un buen diccionario no nos engancharíamos en las lianas que se entrecruzan y no nos dejan ver los árboles de la comprensión, porque si perdemos de vista las palabras, si las nubla el smog de la palabrería diaria, acabamos por no entender nada.
Hasta aquí hemos llegado, me dijo mi memoria histórica. Todavía en pleno uso de mis facultades mentales, aunque consciente de estar sometido a la goma de borrar permanente, me apresuré a subirme a la balsa de mi experiencia biográfíca.
Fui criado y ensolerado en una familia que escondió el mapa del tesoro republicano en el arcón de la censura y tardé mucho en vislumbrar que existió una España anterior a la del glorioso alzamiento nacional. La primera mano escrita que me guió por la ceguera histórica fue la de don Juan Marichal. En su edición de las Obras completas de Azaña conocí al político republicano y, sobre todo –dada mi afición a la literatura- al escritor. Años después, al ir desenredando el oscuro ovillo del espíritu nacional, descubrí el pasado republicano y supe que no albergó ningún paraíso, pero sí la esperanza de la España que podía haber llegado a ser. Entre ecos de conversaciones a media voz y lectura, mucha lectura, prohibida, conseguí irle dando forma al puzzle de la desmemoria impuesta. En realidad, mi caso es el de millones de españoles. Unos, por la circunstancia histórica de haberse maleducado en el conocimiento de su inmediato pasado (En los libros de texto, nuestra historia se acababa, más o menos, a finales del siglo XIX y, en un salto de siete leguas cronológico, se reanudaba en el glorioso 18 de julio de 1936). Otros, desde la transición, por la amnesia acordada en principio y abusadora después, tan intencionada como inútil. En su conjunto, la sociedad española que había perdido la guerra y la larguísima posguerra estaba preparada no solo para mudar la piel de la dictadura y desterrar la revancha, para parecerse a los demás pueblos europeos, sino para perdonar sin olvidar. El perdón ha servido para enterrar a los muertos y para resucitar la convivencia de los vivos. Sin embargo y como es normal en cualquier memoria, no hemos olvidado el olvido. Por eso, a los que no vivimos la guerra civil, pero sí algunas de sus secuelas socioeconómicas, nos producen escalofríos saber, por ejemplo, que el último de los cien campos de concentración franquistas se cerró en 1962. Lo que al principio fueron apartaderos para los miles de prisioneros republicanos que iban dejando atrás las tropas de Franco, a la espera de ser fusilados o encarcelados durante largos años, acabaron convertidos en infiernos de la represión política en la interminable posguerra.
Recuerdo Rejas en la memoria, un documental que, hace veinte años, me dejó el regusto amargo de haber visto algo que ni siquiera sabía que había ocurrido en mi país. Ignoraba la política concentracionaria de la dictadura extendida por una buena parte de España. Por un momento, tuve la sensación de estar contemplando esas imágenes con ojos extranjeros, como si lo que traducían solo hubiera podido ocurrir en la Alemania nazi. Fue tal el despiste a que nos sometieron –algunos todavía andan embrujados- que llegamos a pensar que esa máquina de la represión solo se fabricó entre las brumas de aquellos nibelungos. Este documental, dirigido por Manuel Palacios, es un doloroso retrato de la España que permaneció aislada en su exilio interior, desde que acabó la guerra hasta la muerte del dictador. Aparece en él la mano de obra esclavizada que contribuyó a la reconstrucción, pública y privada, de un país devastado, ignorada por el resto de los ciudadanos, en su inmensa mayoría con la testuz doblegada por la necesidad de sobrevivir. Resuenan las voces de los prisioneros de cárceles y campos de concentración, comprobamos que esa parte de España lidió a solas el dolor y la humillación de los vencidos, que ni siquiera obtuvo el consuelo de la iglesia católica o el apoyo de la comunidad internacional desde que el gobierno norteamericano decidiera apuntalar a Franco.
Solo a partir de los años 90, tras la reclasificación de numerosos archivos militares hasta hoy inéditos y de la documentación procedente del ministerio de Justicia, ha sido posible retrazar el mapa de los campos de concentración en España, estudiar la historia de ese largo período con métodos científicos y no desde la falsificación o el rencor. No se trata de depurar responsabilidades penales entre los pocos actores que ya deben quedar, sino de sacar a la luz la magnitud de una represión, los hechos históricos que sirven para conocernos mejor. A nadie debería incomodar el desvelamiento de nuestro pasado, salvo que se tenga mala conciencia o que, de manera más o menos directa, se haya colaborado en la ejecución de desmanes y crueldades. Es absolutamente imprescindible conocer nuestra historia, la del vacío de libertades durante cuatro décadas, para poder enfocar el futuro. A pesar de la cantidad de bibliografía sobre el franquismo aparecida en los últimos años, a veces tengo la sensación de que parte de los españoles prefiere mirar para otro lado, meterse bajo el paraguas protector de Europa, mientras determinados sectores de nuestra sociedad no reconocen su responsabilidad en aquellos años de hierro dictatorial. Podría decirse que hemos hecho las paces sin que de verdad conozcamos nuestro pasado, sin iluminar las sombras de la memoria.
Catedrático de Filología Francesa es, además, autor de artículos en revistas literarias o en suplementos culturales, traductor y prologuista de, entre otros, Victor Hugo, Flaubert, Maupassant, Michelet, Julien Gracq, Gustave Le Rouge, Dominique Fernandez, Manchette, Marcel Schwob, Michel del Castillo, Albert T’Sertevens, Abdellatif Laâbi, Michel Schneider…
Conferencias en múltiples Universidades e Instituciones Culturales como, por ejemplo, en la Fundación Juan March. Durante una decena de años, publicó artículos de opinión en La Opinión de Tenerife.
Premio de Traducción 2010 «Rafael Cansinos Assens» de la Junta de Andalucía.
Enviado por José Antonio Sierra