Nunca conviene asociar arte y belleza en términos de igualdad. La relación no es unívoca ni exclusiva, y, de hecho, modernamente la ecuación se complica cada vez más con múltiples factores e incógnitas por resolver.
La única misión de los músicos actuales no es componer bellas melodías. ¿Dónde está la belleza en muchas de las obras experimentales del francés Edgar Varese o de nuestro Luis de Pablo? Ellos probablemente buscaban crear otro tipo de sensaciones, o incluso provocar reacciones entre los oyentes. Por otra parte, la fuerza simbólica de muchas grandes esculturas actuales se apoyan en la disposición de los planos y las texturas de los materiales para despertar evocaciones o establecer relaciones de complicidad con el espectador, como en ese espectacular conjunto del Peine del Viento de Eduardo Chillida, que interactúa con el paisaje circundante entre rocas y oleaje, con el olor a sal y las caricias o las bofetadas del viento en el rostro, para completar su propio mensaje, que se revela diferente para cada espectador, dejando a la hipotética belleza en un mero reducto subjetivo.
De igual manera, en todas las demás artes, la belleza deja de encarnar una función primordial para convertirse sólo en un elemento más, que no tiene por qué estar presente en todos los casos. ¿Qué cabida tendría un movimiento como el feísmo en una interpretación caduca de los fenómenos artísticos?, ¿qué resistencias no seguirían encontrando todavía los artistas plásticos que lucharon tanto a lo largo del siglo pasado para escapar de la estrechez de lo figurativo abriendo dimensiones abstractas en base a elementos como línea, color, ritmo, mancha, masa, valoración de las superficies y creación de formas y relación entre ellas?
En lo referente a la literatura, la cuestión se complica con un aspecto crucial que tiene que tiene que ver, directamente, con su materia prima, es decir, con las palabras. Los tiempos en los que se ensalzaba solamente un tipo de lenguaje edulcorado pasaron a la historia, por fortuna, y el escritor no debe sentirse atado a la idea de expresar su mensaje a través de bonitas palabras y recursos que se sumen a ese concepto de belleza en cuanto a ritmo y musicalidad. Al contrario, los lenguajes poéticos pueden mover a la indignación destilando un sentido rotundo de protesta, pongo por ejemplo, al igual que los lenguajes dramáticos y narrativos deben disponer sus textos con vocación de espejo, y, conforme a los dictados de la verosimilitud, no pueden achantarse ante la perspectiva de recoger palabras malsonantes, expresiones hirientes, tabúes de uso común. Personajes que recientemente han cautivado a público y crítica, como la peculiar Lisbeth Salander, de la exitosa serie Millenium, del sueco Stieg Larsson, no se cortan un pelo cuando tienen que referirse, por ejemplo, al “Kalle Blomkvist de los cojones”. Los tacos y demás lindezas que salen de su boca contribuyen a asentar la veracidad de un personaje oscuro y complejo, restándole impostura.
La transición natural de unas generaciones a otras va dejando aislado el comentario típico de “¡qué bonito!” de muchas personas mayores cuando se emocionaban al ver una película o al leer un poema, en favor del más enérgico “¡qué fuerte!”, que hace estragos debido a la pobreza lingüística de muchos de los jóvenes de hoy. Aún recuerdo a mi abuela, y a otras personas de su generación, renegar de ciertas novelas actuales que parecían interesantes por el mero hecho de que “salen muchas palabras feas”.
Cualquier lector de hoy jamás debería volver a abrir un libro impulsado por resabios apriorísticos que le hagan parapetarse tras determinadas asunciones estéticas, o peor aun, ideológicas. No hay que leer sólo para confirmar lo que uno andaba buscando (como a veces ocurre en el ámbito del ensayo), ni quedarse en la cuestión superficial de la delicadeza o la corrección política. Antes bien, habría siempre que aventurarse sin red al mundo al que te lleve el libro, sin activar el radar de bonitas palabras o el de palabras feas. La auténtica literatura, libre de ataduras, está compuesta únicamente por las palabras precisas, sólo las necesarias, sean las que fueren, suenen como suenen.