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domingo, noviembre 24, 2024

Palestina: la poesía también es invencible

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Por Antonio Álvarez de la Rosa

La libertad frente a la barbarie, siempre la poesía para iluminar las encrucijadas sombrías del ser humano, para cantar las maravillas y denunciar los desastres, para no sumirnos en las negruras que generamos desde que nos bajamos de los árboles y echamos a andar, para celebrar la vida y el amor que, como el musgo, crece en cuanto encuentra la mínima humedad. Esos han sido y siguen siendo los motores de la escritura y de la andadura cívica y ética de Abdellatif Laâbi, uno de los poetas más importantes de la literatura francófona. Para suerte mía, desde hace más de tres décadas atesoro su amistad y la de Jocelyne Laâbi, también escritora y traductora.

Conocedor de su obra, sé de su lucha por ayudar al pueblo palestino, atrapado en un rincón de lo que fue su tierra milenaria antes de verse acorralado entre Israel y Hamás, dos gobiernos que practican la venganza terrorista, es decir, la que provoca el terror entre la ciudadanía. El primero desde las entrañas ultraderechistas de un país democrático y el segundo desde el fanatismo y el radicalismo del salafismo sunní.

En la Introducción a La poésie palestienne contemporaine, la antología que publicó en 2002, subraya Laâbi la voz de los poetas que “se alzan contra el olvido y la banalización del horror, pero también las voces dulces, casi intimistas, que hablan de lo cotidiano, de la soledad, de las heridas normales, las que cantan todos los amores, incluidos los más carnales. Voces incluso cáusticas que manejan el humor oriental con una maestría casi inglesa, que cuentan la tragedia como si fueran Ubu”, es decir, aclaro, como ese rey que, a finales del siglo XIX, inventó Alfred Jarry y que son la expresión, ya clásica, de personajes cuya incoherencia y absurdidad contribuyen al efecto cómico.

En 2010, Abdellatif Laâbi publicó Le livre imprévu (aún sin editar en español), un libro no tan imprevisto, de género inclasificable, un recorrido nada lineal, jalonado por el humor y la ironía, subrayado por la inteligencia y la sensibilidad, que nos lleva desde su infancia en Fez a su exilio en Francia, pasando por las mazmorras de Kenitra durante los “años de plomo” marroquíes (1970-1999, casi treinta años bajo el reinado de Hassan II), su amor por España, -magnífico el capítulo titulado El síndrome andaluz– y su actual mirada, particularmente afilada, por los inescrutables caminos de Israel y de Palestina.

Así traduzco el relato que hace el poeta el comienzo de su visita a Israel y Palestina en un capítulo que titula “Palmo de narices en el Muro”: ¿Quién sabe si no me reprocharán haber prestado mi pluma a una inversión de las prioridades al evocar, primero, mis pasados lazos con los judíos cuando el asunto era el presente trágico de los palestinos? Lo único que puedo argumentar es la buena fe de quien, partiendo de sus vivencias, intenta comprender cómo se formaron sus ideas y convicciones. Creo que, de haber omitido esta intimidad con los judíos, mi adhesión a la causa palestina hubiese comportado una zona de sombra. Al asumir plenamente mis vínculos con unos y otros, he podido sostener una línea de conducta en la que el apoyo decidido a la lucha de liberación de un pueblo excluye toda deriva en la estigmatización de su opresor. Hoy como ayer, sigo denunciando los crímenes del Estado de Israel, su incalificable desprecio por la justicia y el derecho, la impunidad de la que se beneficia, sigo combatiendo con la misma fuerza los discursos y actos antisemitas, vengan de donde vengan y sean quienes sean sus responsables.

         Para que se entienda mejor este compromiso de doble filo, tengo que dar cuenta de la herida aún abierta en la historia del Marruecos contemporáneo, provocada por la salida masiva de judíos en un lapso de tiempo relativamente corto. Solo entre 1958 y 1962, cien mil abandonaron el país. En vísperas de la independencia, eran una comunidad de trescientos mil, sobre una población de ocho millones. Tres decenios más tarde, se vio reducida a unos pocos millares de personas.

         No es nueva esta reflexión sobre el cataclismo que vio cómo una parte de un pueblo se desgajaba bruscamente de la otra tras más de dos milenios de vida en común. No volveré sobre los envites políticos y religiosos del éxodo, su cínica escenografía, el tráfico sórdido a que dio lugar. Y no lo hago porque sobre ese asunto hay estudios serios. Lo que retengo es la vacuidad que tal fisura ocasionó en la memoria colectiva, el cuerpo social y cultural del país. Para mí, se asemeja a una amputación y a la sensación muy conocida entre los grandes amputados de la ausencia-presencia de la parte que les han quitado. Son varias las señales que me hacen pensar que el país aún no se ha recuperado de esa sangría.

Por un momento, imaginemos lo que hubiese podido ser el Marruecos actual si su comunidad judía hubiese permanecido intacta y se hubiera desarrollado en perfecta simbiosis con los demás componentes de la sociedad. Cuánta pericia, cuánto talento se hubiera invertido en un proyecto audaz de modernidad y de construcción democrática. ¡El que hoy se debate con aspereza se eterniza en la transición! Incluso se hubiese transformado la propia naturaleza del Estado marroquí. La cultura se habría beneficiado de la expansión de una de sus ramas más antiguas y fecundas.

         Tristes son las sociedades «depuradas» en las que no hay más horizonte que Uno. Víctimas de los perjuicios de la endogamia intelectual, acaban por parir monstruos. La Historia y sus agentes ciegos no le hicieron un regalo a Marruecos. La despojaron de un elemento mayor de su diversidad que, una vez reconquistada la soberanía, hubiera podido situarla en mejor posición para construir una identidad más abierta y un proyecto de sociedad en la que la opción de la laicidad, por ejemplo, hubiese tenido más razones y posibilidades de conseguirse.

         Desde ese punto de vista, no puedo dejar de pensar que el milagro civilizatorio que se produjo en Andalucía diez siglos antes se hubiera podido reproducir, bajo nuevas formas y a otra escala, en tierra marroquí y en pleno siglo XX.

Y así acaba este capítulo sobre su estancia en Ramala: Mis aprensiones se disipan en cuanto empieza el encuentro en el Centro cultural franco-alemán de Ramala. Tras la lectura, hubo una pequeña discusión. Más allá de una pequeña esperanza, deduzco que estamos en la misma longitud de onda. Durante hora y media, habíamos dejado entre paréntesis la realidad que nos asediaba con su cortejo de angustias y de violencia. No, no estábamos en una nube rosada, etérea, aislada del mundo, sino sobre un arca similar al de Noé, navegando entre arrecifes mortíferos, sometida a la tempestad, pero siempre rumbo a un destino en el que los sueños justos, plantados en la tierra humana, darán un nuevo árbol de vida, desplegadas sus vigorosas ramas, las del conocimiento, el despertar, la sabiduría, el placer, el don de sí mismo y las de la perpetua interrogación.

En 2022, Laâbi publica Anthologie de la poésie palestinienne d’aujourdhui, en la que recoge las voces de poetas, mujeres y hombres, repartidos hoy por las cuatro esquinas del mundo, “reagrupados en prisiones a cielo abierto o cerrado (Gaza, Cisjordania, Jerusalén Este), sufriendo, en el interior de Israel, un apartheid innombrable, amontonados desde hace decenios en campos destinados a ellos por diferentes naciones limítrofes (Jordania, Líbano, Siria), expatriados en los países del Golfo sin beneficiarse de ningún derecho de ciudadanía.

         Visto lo que han vivido, sería de esperar una poesía reventada, sin anclaje en una realidad determinada, ya sin lazos concretos con una tierra, una sociedad, una cultura, una continuidad histórica, carencias todas que convierten en problemáticos el sentimiento de pertenencia, el reconocimiento y la reivindicación de una identidad propia. Pues bien, de eso nada.

         Y ese es el casi milagro que estas y estos poetas logran realizar. Residan donde residan, en Reikiavik, Estocolmo, Berlín, París, Milán o Gaza, Jerusalén, Haifa, Hebrón, Nazaret, Nablus, Ramala, países árabes limítrofes o del Golfo, libres dentro de los límites que les han impuestos o encarcelados, ofrecen en su escritura, más que el sentimiento, la sólida sensación de vivir en el seno de una entidad a la que ni siquiera necesitan nombrar: paraíso perdido, país fantasmal, tierra martirizada, territorio de una guerra larvada, moridero, gigantesca necrópolis, sancta sanctorum, perfumes, colores, belleza de piedras, árboles, obras humanas … sin parangón. Nombrémosla nosotros: ¡Palestina! El lugar en que la tierra habla árabe, como dice una célebre canción de la zona. Son estas y estos poetas los que, a través de su arte, le insuflan vida, la concretan, detallan su cuerpo y su espíritu, la cotidianeidad que va desde lo más banal a lo más cruel. La arrancan de las garras de los mitos lacerantes y la acercan a nuestra comprensión, a nuestro sentido de la justicia, a nuestra capacidad de compasión y a las exigencias irreductibles de nuestra conciencia.

ANTONIO ÁLVAREZ DE LA ROSA

Catedrático de Filología Francesa es, además, autor de artículos en revistas literarias o en suplementos culturales, traductor y prologuista de, entre otros, Victor Hugo, Flaubert, Maupassant, Michelet, Julien Gracq, Gustave Le Rouge, Dominique Fernandez, Manchette, Marcel Schwob, Michel del Castillo, Albert T’Sertevens, Abdellatif Laâbi, Michel Schneider…

Conferencias en múltiples Universidades e Instituciones Culturales como, por ejemplo, en la Fundación Juan March. Durante una decena de años, publicó artículos de opinión en La Opinión de Tenerife.   

Premio de Traducción 2010 «Rafael Cansinos Assens» de la Junta de Andalucía.

 

Difundido por José Antonio Sierra

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