Como escritor de relatos, me encanta aprovechar algún elemento de mi experiencia vital como pretexto para fabular, y afrontar así los retos de una construcción literaria utilizando instrumental sacado del día a día. Esta urdimbre entre realidad y ficción tan bien entretejida, este armazón indisoluble entre lo que uno vive y lo que sueña, lo que sufre y lo que imagina, lo que tiene a su alrededor y lo que puede generar desde su interior…, es lo que verdaderamente da consistencia a la función creadora de las palabras y apuntala temas tan básicos como la autenticidad y la verosimilitud.
Me cuenta mi madre una historia de su infancia y sus primeras incursiones en el cine en compañía de su hermano, y eso termina en “Blues del hampón”; me confiesa un amigo el remedio supersticioso al que recurrieron sus familiares en un momento de urgencia médica, y eso desemboca en “Mala conciencia”; se me ocurre comprar una novela en un puesto callejero de libros usados y descubro que la postal que encuentro escondida entre sus páginas me da pie a ensamblar los cimientos de “Noticias de Kenia”. Puedo rastrear en mis cuentos la panadería donde comprábamos los molletes cuando vivíamos en Duque de Rivas, los contenedores de reciclaje que hay frente al domicilio que tuvimos en la Avenida Simón Bolívar, los ventanales de espejo de un edificio que hace esquina en mi vecindario actual en Diego Vázquez Otero. Me he acostumbrado a iluminar mi entorno más inmediato con las luces largas, y así cada objeto y cada ser del mundo real proyecta con su sombra un complemento evanescente, incorpóreo y cambiante que me permite ir más allá y operar en el campo de la subjetividad con una mirada nueva, algo imprescindible para la creación artística.
Leo grafitis y voy improvisando diálogos; las luces efímeras del atardecer me van dictando descripciones; miro cuadros y los presupongo escenas de historias para convertir a las figuras representadas en sus personajes protagonistas; recorro calles y plazas y los voy clasificando como escenarios potenciales.
A ritmo de percusión, mis pasos van marcando el latido de mis personajes; con arreglos de viento y al albur de las brisas de la calle, las páginas se transfiguran volando en partituras y las palabras son notas, duplicando los fraseos; cuando hago arrancar el pulso de las tramas vibro igual que si tramara pulsar las cuerdas en un rasgueo final de guitarra. Los escritores también componen melodías, y estas pueden llegar al alma a través de la lectura.
Como escritor de relatos (es decir, como compositor de melodías) y pensando en vosotros, queridos lectores, me esfuerzo en seleccionar archivos del enorme banco de datos de mi propia experiencia para elevarlos a la categoría de experiencia común e intentar sintonizar, a través de la identificación, con la música que gobierna las vidas de cualquiera de vosotros. La narrativa me ofrece claves para aprender a andar de puntillas con vocación de corredor porque quiero aspirar a doctorarme en la asignatura más apasionante: la metafísica del Mas Acá.