Vagando por mi ciudad, regreso a un lugar donde residí en una etapa decisiva de mi vida. Retomo sensaciones pasadas y busco palabras que escribí pensando en respirar la atmósfera peculiar que me sigue saliendo al encuentro cada vez que mis pasos me devuelven aquí, un espacio céntrico de la Málaga legendaria donde el murmullo de las piedras encuentra recodos propicios para la confidencia.
Busco con la cámara del móvil un ángulo en el que las líneas de la perspectiva confluyan en la cabeza de la diosa Pomona, que es el centro alrededor del cual se instalan los márgenes de cualquier espíritu contemplativo con el sello de un descubrimiento a modo de pequeño placer privado. Aquí el misterio se hace un hueco entre las cavilaciones del paseante. Tal que una súbita aparición, esta plaza recoleta y escondida, impone su presencia, de sombra y silencio, y el azar de los pasos se reparte por la simetría de las ánforas en el pavimento. Aquí, en torno a la mágica elegancia de la estatua mientras se oye, como un mantra, el fluir monorrítmico del agua de su fuente, puede explayarse la memoria mineral de la ciudad.
Plaza otoñal, en efecto, decadente y romántica, hasta donde llegan rumores de la antigua efervescencia del Liceo mezclando las pisadas imprecisas de jóvenes tobillos debutantes sobre tacón alto con el roce gentil de los pliegues del traje de noche en las puestas de largo, o la impaciencia repetida en los espejos con un tímido arrastrar de sillas, afinar de instrumentos, aplausos, recitaciones de flor natural y mutis por el foro.
Aquí los cipreses tuvieron una vez vocación de fronda, de espacio donde remansar posibles bullicios, ámbitos donde solazar inevitables melancolías. Verticales y amarillos, aquí yacen, rotulados, los nombres decimonónicos de artistas locales, que lucen una aparente invisibilidad y reciben de la intemperie su único homenaje. En una esquina del área triangular, la arteria de un callejón da paso al vuelo de La Paloma hacia Carretería, surcando un aire penitente de saeta que acalla lejanos rumores de un patio de recreo, y en la otra esquina, la estampa de la plaza se arrodilla ante la presidencia del antiguo Conservatorio.
En medio de todo, contagiados por la timidez de las luces de la tarde, el pulimento del mármol y la conjunción de las chinas se juegan la vida ante el peligro de ignorar la verdadera trascendencia pisoteando la historia como una alfombra de trozos de vidrio roto, vestigios de la movida, cada vez que amanece un domingo y la diosa de la fuente se aturde en su pedestal, más fría y más estatua todavía.