La historia nos enseña que los procesos de producción en serie y las cadenas de montaje fueron eliminando puestos de trabajo en las fábricas porque se encargaron de las tareas mecánicas que antes realizaban las personas. El desarrollo tecnológico ha seguido después sustituyendo personal humano en las empresas porque los criterios de eficiencia han ido rindiendo culto a los ordenadores especializados, programándose circuitos autosuficientes. Las llamadas máquinas inteligentes no se han conformado con reducir significativamente el número de obreros u operarios que antes se empleaban en labores de manufactura o contabilidad, y ahora, además, en plena era de la inteligencia artificial, han invadido los terrenos del ocio y ya incursionan amenazadoramente en espacios hasta ahora reservados para el libre desarrollo del espíritu humano.
Sin embargo, los caminos del pensamiento y la imaginación (las dos vertientes principales que conforman el caudaloso río de la literatura más cristalina) no reaccionan igual ante tales invasiones. Si bien las más modernas máquinas de ajedrez son capaces de computar en pocos segundos todas las combinaciones posibles a partir de una posición determinada para decantarse siempre por una buena respuesta si no la mejor, lo cual les permite competir con garantías de éxito en cualquier torneo al más alto nivel de exigencia, ningún sistema artificialmente creado ha alcanzado todavía semejantes niveles de éxito en los diferentes campos de la creación artística (lo cual puede comprobarse proponiéndole un tema al chat GPT y pidiéndole que elabore un buen poema o componga una buena canción, por ejemplo).
Isaac Asimov abordaba en su “Hombre bicentenario” la temática del robot que envidiaba en los humanos su capacidad de sentir, la única facultad que los robots no tenían a su alcance. Es gracias a los sentimientos que podemos dar una dimensión cordial a todas las facultades intelectuales encontrando nuevos parámetros -a veces absolutamente insospechados e imprevisibles- a las categorías lógicas y a las relaciones de identidad, semejanza, proporciones, causa-efecto u orden, pongo por ejemplo, pues son justamente esos factores los que intervienen en tropos literarios como la metáfora, el símil, la sinécdoque, la metonimia y el hipérbaton, respectivamente. Un uso reglamentario meramente denotativo de esas categorías y relaciones sería incapaz de dar el salto a nuevas significaciones, por lo cual, incluso el mismo Asimov estaría de acuerdo en afirmar que las aptitudes literarias no son, digamos, cualidades humanoides.
George Orwell ideó un modo de fabricación en serie de novelas al uso aportando elementos como misterio, romance, sorpresa o venganza a un tipo de máquinas clasificadoras que los mezclaban aleatoriamente, pero tales operaciones eran tendenciosas y buscaban perpetuar determinadas conductas rutinarias y conservadoras, en un ambiente de opresión opuesto precisamente al ingrediente de libertad creativa que promueve la verdadera literatura. Además, ese admirable pasaje de la novela “1984” es en sí mismo un claro ejemplo de fabulación literaria que nunca habría podido ser imaginado o compuesto por máquina alguna.
¿Cómo someter a reglas lo ingobernable por naturaleza? Cuando Gianni Rodari nos hablaba de la “Gramática de la fantasía”, sabía que un hermoso título puede ser también un buen señuelo. Si la comunicación ordinaria ha de encauzarse necesariamente a través de un código común que a todos obliga, ¿podría pensarse entonces que las relaciones sintagmáticas son como los eslabones que encadenan el pensamiento? ¿Por qué oponerse, entonces, a la necesaria función liberadora que nos llega a través de comunicaciones no ordinarias, como las que propicia la literatura?
¡Qué curiosas colisiones tendrían lugar si un sinfín de datos enciclopédicos y científicos se cruzaran en programas interactivos con las más señeras producciones literarias! A lo más, podrían corregírsele un par de deslices a algún que otro autor. Concedamos que todas las pupilas son negras, ya que lo que hace que los ojos sean azules, o marrones o verdes, es el iris. Pero aun así, ¿se trata de un error o de una licencia? ¿Por qué el poeta Bécquer no puede ver azul una pupila, si el poeta Neruda cabalga sobre el caballo verde de su poesía, allá en su isla negra, entre sonetos blancos? ¿Cuándo comprenderemos que la luz de la poesía también da vida y calor, pero no se descompone en los mismos colores que enseña la física?