Carta de amor

 

Me llega hoy un guiño de efervescencia malagueña aupada en el calendario, una noticia renovada cada año con titulares de espuma, a caballo entre la solemnidad de la celebración religiosa y el estallido de algarabía popular en la procesión festiva de la Virgen de la Victoria, patrona de Málaga.

A la tarde, los cultos matutinos desde el altar mayor de la Catedral quedarán eclipsados por la participación de tantos devotos que acompañarán a la imagen por el centro histórico de la ciudad, de regreso al barrio. Y no se vivirá solamente una experiencia de fervor y religiosidad, sino una explosión de orgullo por ser y por sentirse malagueño, todo un marchamo de limpieza y apertura, una especie de salvoconducto para triunfar en la complicada tarea de amar lo propio sabiendo integrar lo ajeno.

Mi ciudad tiene algo que enamora, un capital humano de talento y alegría que deja su sello en todo cuanto emprende y contagia de ilusión todo lo que toca. En las postales es un tapiz de museos y merenderos, tradiciones y turistas, análisis de huella y sur, zumbido y desmesura. En el catálogo de clichés, es la marca de un paraíso no en la tierra, la reserva nacional de espetos y biznagas, esa flor artificial que es invento propio y sirve para dejar en el aire una estela del perfume dulzón que va impregnando nuestros sentidos, anticipando una nostalgia futura por muchos de los momentos que uno vivirá entre sus calles.

Insisto en que algo tiene Málaga que invita a soñar, algo que desvela su magnetismo mientras se mantiene en el misterio. En el álbum interior de recuerdos que adorna mi biografía, hay escenas grabadas a fuego en playas de sol y rebalaje, en una plaza de mármoles a merced de la intemperie, en un parque de palmeras y palomas. Y en toda la evocación que provoca en nuestro imaginario colectivo, Málaga tiene un eje imperfecto pero encantador como su acento, un balance irregular pero luminoso como su puerto, un espíritu asimétrico pero emblemático como su catedral.

Me trae mi teléfono móvil a cada poco un ramillete de tablas estadísticas en las que Málaga siempre está clasificada entre las mejores ciudades, españolas desde luego, pero también europeas, para vivir, para comer, para teletrabajar, para vacacionar…, y sin embargo a ningún malagueño tienen que convencerlo de que aquí el aire es hospitalario y de que las brújulas quieren señalar siempre al sur cuando uno necesita hallar lugares ideales para perderse o para encontrarse.

Viajar ensancha perspectivas y amplía horizontes, pero lo mejor del viaje suele llegar al final, con la liturgia de volver a Málaga, cuando se sobrevuelan los perfiles de su sierra y quisiera uno envolverse en las luces de su bahía y aliviar las heridas de su skyline, ampararse en su historia de abrazo y acogida. Algo tiene Málaga que nos hace respirar mejor, su bagaje literario y litoral, la música esdrújula de su nombre.

Tiempo habrá de escribir aquí mis crónicas de paseante vocacional y periodista aficionado, mi serie de columnas imprecisas y artículos determinados, pero para empezar, hoy, 8 de septiembre, en la festividad más marcadamente malagueña, permitidme ocupar un hueco en vuestras lecturas con esta encendida carta de amor a mi ciudad.

 

 

 

 

 

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