Hoy me levanté con un tinte de indignación, con una escala profunda en los cimientos recién removidos de no sé qué con mi existir. Tomé mi sesión de análisis, atendí a mis pacientes y tuve que salir a hacer una gestiones fuera de la consulta.
Iba pisando el asfalto, agarrada con pie firme a la cornisa del mundo, conquistando aquellos cuadraditos de acera cuando cruzaba, bien sujeta, aún con el rostro afilado por ese toque de indignación. “Lo que hagas tienes que hacerte cargo de las consecuencias, es hora de poner un límite, de responsabilizarte”. ¡Pero qué estúpida que me sentí por tantas barricadas y excusas, por ir como un pavo directa al desfiladero! Y apareció.
Allá a lo lejos un hombre yacía en el suelo. Deportivas nuevas, la mochila mal colocada en un banco, casi al borde del suicidio textil y material, desvencijada de un cuerpo que permanecía quieto, formando parte del paisaje de asfalto.
A cada avance, mi ceño se fruncía, atrapando el aire entre mis sienes. Me sorprendió ver a aquellas gentes de escaparate, corriendo de un sitio para otro, otras quietas en la parada del autobús, con un profundo mirar de pichón, como diría Altazor. Algunos hicieron fotos, otros dieron un salto enorme de realidad para entrar justo a la puerta del hotel, Nada. Nadie hacía nada. ¡No lo veían! O simplemente formaba parte del paisaje, o les haría tener más seguidores en instagram.
Me sonreí irónicamente, qué delirio sería ver sólo yo a una persona moribunda. Me acerqué. Oiga, ¿está usted bien? Mientras, miraba a mi alrededor ¿es que ustedes no le ven? Pasaban de largo. Nadie se detenía en esa parada, nadie compraba el billete a la humanidad, al interés por el otro. Mi indignación crecía, un velo me subía por encima del vestido a rayas y me treparon los insultos, como a Portogalo. Llamé a la policía pero no sabía si era para que pudieran atender a aquella persona y derivarla al servicio más adecuado, o para atender a esa ausencia de mirones, a esas caras de asfalto y vacaciones, a ese rugir en silencio de taxi a ninguna parte.
En Málaga hay una zona que es el barrio de San Rafael que se le llamaba coloquialmente “el batatá” . Había sido un lugar donde se habían sembrado batatas, un batatar, en el siglo XIX, y después convertido en cementerio hasta el año 1987. El batatar, fue modificado, en su jerga popular, comiéndose la “r” y quedándose como el “batatá”. En este cementerio se enterraban a las personas menos pudientes. Allí fueron fusiladas miles de víctimas de la Guerra civil, y arrojadas, como batatas, a una fosa común. Ironías de la vida.
En el taller de poesía una compañera nos contó, a raíz de lectura de un relato cómo Gaudí falleció a los 73 años, victima de un trágico accidente, atropellado por un tranvía. Por su aspecto descuidado lo confundieron con un mendigo y no acudieron en su auxilio. El hombre estuvo allí, como un saco, en plena calle, hasta que a los tres días del atropello murió. No sabía si ese hombre que yacía era un Gaudí, o Pepe Pérez, o Peter o Ralph, pero era de carne y hueso, con alma.
Sigo indignada. Hoy he comido batata pero procuro no ser un ser de asfalto. Bajo esas circunstancias, prefiero des-ser.
Laura López, psicóloga-psicoanalista