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sábado, noviembre 23, 2024

Juan Ramón Jiménez, Platero y la ortografía

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Por Rosa Amor del Olmo

Como cada año, se celebra la esencial diferencia entre la primera ortografía española y las posteriores ortografías académicas estriba en el hecho fundamental de que aquella centraba sus esfuerzos en un solo asunto: las letras. Sin embargo, la ortografía académica incluirá también en sus tratados los signos de puntuación y los acentos.

En 1517, Antonio de Nebrija, escribe las Reglas de ortographía de la lengua castellana. Las primeras tentativas de estudio, no obstante, se producen con Alfonso X el Sabio, en el siglo XIII. En ambos casos, en este origen, los trabajos se circunscriben casi exclusivamente al uso de las letras. Una de las razones que justifican este modo de abordar la ortografía tiene que ver con una circunstancia que prevaleció, prácticamente, desde finales de la Edad Media hasta el Renacimiento: la idea de la lengua como hecho escrito y solo escrito. La lengua puede ser escrita y/o oral, puede haber oralidad en la escritura y escrituridad en lo oral. Se añade, además, al caso, otra circunstancia primordial: una cierta obsesión, bastante comprensible, por elaborar un sistema gráfico que fijara con precisión las continuas variaciones que afectaron al fonetismo en aquellos primeros siglos de andadura del idioma español. Nebrija trabajaba adscrito a una máxima que nosotros enunciaremos a modo de eslogan: “a cada letra, un sonido”.
Como decimos, Nebrija, consagraría su obra en exclusiva a la letra. O casi. ¿Por qué este “casi”? Porque es indiscutible que, quien consideramos primer gramático español, prestó alguna atención o, al menos, tuvo clara conciencia de los signos y los hechos de puntuación al introducir en sus diccionarios términos como “cessura”, “coma” o “punto”. A pesar de que los dejara al margen en sus tratados ortográficos. Ortografía, normas y puntuación siguió su evolución y algunos escritores que diferenciaron y quisieron reivindicar de alguna manera su habla dialectal, pensaron que no habría razón alguna para “martirizar” al alumnado con algunas normas que ni siquiera nos sirven para la lengua oral. En el poeta se dan una serie de circunstancias que lo acercan a los problemas que han de resolver los reformadores del español contemporáneo: así, es consciente del papel imprescindible que el español de América tiene, junto al de España, en la constitución de lo que hoy llamamos la norma hispánica. Seguimos igual.
Para Juan Ramón (Publicado en La corriente infinita, págs. 237-250) se refiere a la Academia (tras algunas invitaciones para que perteneciera a ella) “No me interesa como premio; prefiero mi ramilla de perejil espartana. Tampoco la quiero como ganancia material, porque creo que el público tiene buen instinto siempre. Como asiento cómodo, estoy mucho más a gusto en mi casa, donde me siento donde se me antoja. El fin de la Academia debiera ser reunir los ‘mejores filólogos, historiadores y gramáticos, para dar unidad a sus trabajos lingüísticos. En cuanto a mí, que no soy gramático, historiador ni filólogo de oficio, prefiero hacer a solas y a mi modo creador el trabajo instintivo o intelijente de conservación o renovación idiomática de que yo sea capaz. Me parece que los verdaderos creadores lingüísticos. Un Miguel de Unamuno, por ejemplo, no se entenderán nunca bien con los críticos especializados en la gramática, porque la sola discusión de lo que uno está creando sería una traba inneçesaria. Nuestra propia conciencia debe decidir por gusto y por sorpresa.
En la vida y el autor traído a esta actualidad, recogemos parte de las ideas ortográficas. Un autor que fue Premio Nobel, Juan Ramón Jiménez, un autor completamente singular, elitista y de gran personalidad. Se adelantó al debate de la lengua que sigue existiendo con las normas y su “acogida” en el español de América. Muchos jóvenes estarían con él en muchos aspectos de los que describe, sus ideas personalísimas describen esa rebeldía a la norma.
En un mundo literario dominado por reglas y normas, Jiménez defendía el poder de la intuición y la emoción sobre las prescripciones gramaticales rígidas. Sus palabras se volvían expresiones artísticas cargadas de significado, más allá de las reglas que convencionalmente las enmarcarían. Esta lucha contra las normas ortográficas no era simplemente un acto de rebeldía, sino un intento profundo de preservar la autenticidad y la espontaneidad en su escritura.
Reproduzco una parte de sus Mis ideas ortográficas, que no dejaron indemne a nadie:
Se me pide que escriba algo en «Universidad» sobre mis ideas ortográficas; o, mejor dicho, se me pide que esplique por qué escribo yo con jota las palabras en ge, gi; porqué suprimo las b, las p, etc. En palabras como oscuro, setiembre, etc. ; por qué uso s en vez de x en palabras como escelentísimo, etc.
Primero, por amor a la sencillez, a la simplificación en este caso, por odio a lo inútil. Luego, porque creo que se debe escribir como se habla, en ningún caso como se escribe. Después, por antipatía a lo pedante, ¿Qué necesidad hay de poner una diéresis en la u para escribir vergüenza? Nadie dice excelentísimo, ni séptima, ni transatlántico, ni obstáculo, etc. Antiguamente la exclamación «Oh» se escribía sin «h» , como yo la escribo hoy, y «hombre» también. ¿Y para qué necesita hombre una h; ni otra hembra? ¿Le añade algo esa h a la mujer o al hombre? Además en Andalucía la jota se refuerza mucho y yo soy andaluz».
El poeta se debate entre su sentimiento de extranjero, frente al inglés, y su arraigada conciencia de la diferencia geográfica del español. No podemos dejar de resaltar, porque de hacerlo falsearíamos su pensamiento, que llega un momento en el cual lo español, más amplio, considerado positivamente, se separa de lo castellano, que se ve como algo impuesto, incluso como no querido, en lo cual hay, ciertamente, una incoherencia con su propia vida y, por supuesto, con la actitud de Zenobia en relación con el Centro de Estudios Históricos y los Cursos de Extranjeros, tan magistralmente dirigidos por otro andaluz, Pedro Salinas, y con la tiranía normalizadora de Navarro Tomás (quien, en efecto, hacía labor de reforma, claro precursor de la reforma actual, sin que ello signifique que, en la fonética, la reforma de hoy vaya siempre por los caminos que él trazó). (Marcos Marín, 1981)
Parece evidente que no hay diccionario, enciclopédico con la ortografía juanramoniana; sucede, simplemente, que el poeta recuerda la ortografía anterior a la reforma de 1815-1817 (la que regulariza los usos de jota y equis), las vacilaciones ortográficas que se van reduciendo a lo largo del siglo, y la reforma patrocinada por Andrés Bello, que se suele llamar chilena, y que pervivió en este país hasta el primer cuarto del siglo XX (caracterizada por un rasgo que no tiene el autor español: la supresión de la y griega con valor vocálico, incluso en la conjunción y, escrita i), y suma a ello una vaguísima noción de historia de la ortografía y de la lengua, al aludir al origen del apellido Jiménez.
En las páginas de su poesía, Juan Ramón Jiménez erige un universo artístico que algunos podrían tildar de elitista, una obra que parece dirigirse en su singularidad a unos pocos en su individualidad. No obstante, este aparente elitismo se funde con la pasión y autenticidad de su creación, revelando que, si bien su poesía pudo ser una ventana cerrada para muchos, fue a través de esa misma cerrazón que logró conectar de manera profunda y sincera con aquellos dispuestos a adentrarse en el mundo íntimo de ‘Platero y Yo’. Así, el autor, inquebrantable en su visión y personalidad artística, deja como legado una obra que, pese a sus matices elitistas, trasciende el tiempo y sigue resonando en el corazón de quienes buscan la esencia íntima de la poesía.
Ni siquiera en su reforma ortográfica, tan sensata en algunos puntos, aunque discutible (por dialectal) en otros, fue extremoso Juan Ramón, y no sólo intrínsecamente (no llegó a atreverse a suprimir la h, salvo en oh), sino tampoco como actitud externa: prefiere buscar unos argumentos hipotéticos, de falsedad fácilmente demostrable con poco esfuerzo, antes que presentarse como un reformador efectivo, para lo cual sentiría, además, la falta de preparación técnica). Sus ideas siguen siendo la base de un debate filológico donde los autores y escritores nos encontramos en el centro, al ser los custodios de la lengua y de su expansión.
Casa Museo Juan Ramón Jiménez

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