Notas sobre la educación literaria a través de la literatura infantil y juvenil

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Por Rosa Amor del Olmo

La relación entre una obra literaria y la época en que se escribe aporta datos importantes, y a menudo no puede ser interpretada en toda su extensión sin situarla en su contexto. Cuando hablamos de Literatura Infantil y juvenil (aglutinamos en el término infantil la juvenil también) es particularmente cierto, ya que no en todos los tiempos la idea social de la infancia ha sido igual. Tampoco, en consecuencia, lo que debían aprender los niños y los valores que habían de ser transmitidos. Es el caso de los roles femeninos, por ejemplo, que tanta polémica genera en nuestro tiempo.

Los clásicos, los libros que hoy consideramos que han logrado cruzar la barrera del tiempo, lo han hecho por la autenticidad con la que fueron escritos, respondiendo a vivencias del ser humano y a sus conflictos imperecederos. Trascienden por ello a las modas, y se configuran, así como expresión de la humanidad. En la Literatura Infantil (LIJ) también ha ocurrido lo mismo. Y los clásicos han logrado ese marchamo porque hablan con voz universal. Ofrecen, pues, un sentido a los dilemas de las generaciones anteriores y continúan dando respuesta a las nuestras. Su lejanía en el tiempo es una distancia que las relecturas literarias y cinematográficas salvan, creando nuevos puentes de acercamiento. También pueden ser manipuladas o puestas en cuestión. Pero sus historias siguen vivas.

Otros libros para niños y niñas son producto de modas o de circunstancias diversas, circunscritos a periodos en los que su mensaje deja de interesar en un momento dado, y se pierde, por tanto, su receptividad. Producciones editoriales de encargo adaptadas a un contexto social en que el tema interesa a un público determinado, en general dirigido a la adolescencia. En este tipo de obras se reflejan enseguida los valores que predominaban en ese momento, producto de las circunstancias sociales y transformaciones de paradigma. Hay incluso textos que envejecen ciertamente mal al circunscribirse excesivamente o ceñirse a las modas estipuladas de un tiempo. Los libros de encargo, en este sentido, suelen tener fecha de caducidad, pero sabemos que ocupan un lugar espacioso en la escuela a través de la difusión editorial. Cuando hay una presencia identificadora con la moda de un tiempo definido, los lectores que no pertenecen generacionalmente a él, tienden a rechazarlos. Y más cuando tratan de cumplir una función exclusivamente didáctica o con mensajes educativos. Alinearse entre los clásicos requiere la prueba del tiempo en su capacidad de inscribirse como argumento universal.

Función educativa

La función educativa de la literatura, en su criterio selectivo, es conflictiva porque se adentra en ponderaciones que fluctúan en el territorio de los valores. Es verdad que la fábula, afincada su larga tradición grecorromana (Esopo) y también medieval (El conde Lucanor), y su renacer como género didáctico en la Ilustración, con La Fontaine, Iriarte y Samaniego–, han sobrevivido; incluso puede añadirse que las funciones literarias y didácticas que iban de la mano en el género fabulístico, como también en la parábola, perviven con buena salud. Su ejemplaridad puede haberse desfasado pero la voz dada de los animales o la prevalencia de las historias continúa siendo útil como lectura. Tal vez porque tampoco se dirigen únicamente a los niños, aunque su didáctica las vuelva provechosas. Durante la Ilustración, la Literatura Infantil consagró una esencialidad en puridad casi didáctica. La escuela era el espacio donde difundir las ideas de liberación del hombre, y los niños tuvieron, por fin, su estatuto de infancia protegida y susceptible de ser educada. Especialmente a través de la difusión de las ideas de Rousseau. Sin embargo, fueron desplazadas unos siglos después: las vanguardias pusieron distancia con todo lo que sonara a didactismo, y proclamaron, en consecuencia, una libertad de géneros donde la intención de dinamitar puentes con pasado estaba muy presente. El collage, por ejemplo, hoy se ha “domesticado” en su trasvase a las actividades de aula, pero fue una de las rupturas literarias y plásticas más sonadas con los géneros tradicionales en el surrealismo.

Ya cruzado el siglo XIX, algunas historias didácticas siguen siendo el tipo de lectura más común. Así Struwwelpeter (1846), de H. Hoffman, traducido como Pedro Melenas, libro de cuentos con un protagonista desgreñado que es castigado por su mal comportamiento en cada episodio. Historias que tratan de ser divertidas porque el personaje, con cierto aire a Eduardo Manostijeras, las propicia. Manuales simpáticos para que los niños aprendan buenas conductas a través de anécdotas divertidas. Durante este siglo, sin embargo, se avanza ya hacia una sociedad que empieza a tener conciencia del papel adoctrinador, entendido ya desde una perspectiva ideológica, de la escuela, no solo desde su focalización didáctica y pedagógica. De modo que convivieron textos con función educativa de carácter moral y lecturas que buscaban entretener y enseñar, pasados filtros ideológicos y didácticos, generalmente pensados y escritos como lecturas escolares. Algunos iban asociados a los procesos ideológicos, tan convulsos, durante el siglo. Y también a las influencias filosóficas.

Valores

Adoctrinar en determinados valores fue una cuestión ligada a la escuela. El caso de Corazón: Diario de un niño (1886), de E. de Amicis resulta, en este sentido, paradigmático. La lectura escolar de este diario de un niño, es el vehículo adecuado para adoctrinar en los valores de una educación amable y sentimental que requiere un Estado en construcción (la reunificación italiana), y que se encauza a través de la instrucción en la escuela como canal de conducción activa, cuya finalidad era que se instalaran principios ideológicos en el imaginario de las nuevas generaciones. Las aventuras de Pinocho, editado por las mismas fechas, trata, en principio, de ocupar también ese espacio adoctrinador y didáctico que muestra cómo han de comportarse los niños, no evadiendo la escuela y dejándose arrastrar por tentaciones de vagabundeo, desobediencia y holgazanería, pero se convierte enseguida en un texto con un fuerte valor iniciático que supera o anula incluso la formulación didáctica y educativa de su primera intención. Hay una humanidad conmovedora en todas las aventuras de Pinocho, y no importa tanto que se transforme en niño al final del cuento, como que emprenda la búsqueda amorosamente de Gepetto en el vientre de la ballena. También Alicia en el país de las maravillas escapa a todas las convenciones.

Una evolución

La Literatura Infantil caminaba también de manera paralela a los proceso de cambio que se estaban produciendo en la literatura para adultos, sobre todo en el campo de la ficción novelística. Los relatos de Dickens cuestionan la sociedad de su tiempo, y describen la vida y las figuras de niños que sufren en mundo adulto despiadado, en medio de una sociedad injusta que los desampara, como soportó él mismo, y según ocurre en Oliver Twits (1839). La literatura, además, se iba abriendo paso entre sectores de población antes excluidos, a través de las novelas por entregas, y ese acceso, sobre todo para las mujeres y los niños (ya comentamos que Pinocho se escribe para una revista infantil en episodios), fue decisivo como forma también de instrucción no reglada. La literatura para minorías quedó en cierto modo confinada en la poesía y al teatro (la representación tenía un público burgués), mientras triunfaban la novela y los nuevos géneros de narrativa popular. El hecho de narrar historias. Dickens realizó giras de lectura que le reportaron ingresos, y llevó sus obras a EE UU. El público acudía a estas lecturas de la misma manera que devoraba y esperaba con ansia las entregas.

Tampoco se puede soslayar la intención o el objetivo adoctrinador en libros que aparecen en contextos vinculados a situaciones sociales o que tratan de formar a los niños en una ideología determinada. En la primera mitad del siglo XX, el adoctrinamiento ideológico y los sistemas totalitarios saben bien que la propaganda comienza en la escuela, que los niños se “educan” ideológicamente a través de consignas y de libros expresamente ideologizados. En los textos de carácter religioso también. Pero sobre todo en los producidos en momentos históricos determinados, como en la Rusia comunista, la Alemania nazi, la Italia fascista o la Revolución Cultural china. Sin olvidar el franquismo en España y la difusión de textos adoctrinadores por la Iglesia (vidas ejemplares de santos en versiones escritas y de cómic) o por Falange, incluida la Sección Femenina en la educción adoctrinadora y fuertemente ideologizada en sus mensajes para niños y niñas, separadamente, donde la coeducación estaba proscrita.

Pero a partir de la mitad del siglo XX, los parámetros de valores cambiaron. La Literatura Infantil, en paralelo al cuestionamiento de la práctica pedagógica, produce propuestas innovadoras. Un proceso que ya había comenzado con la Institución Libre de Enseñanza y que fue cercenado por la Guerra Civil. Los textos para niños se fueron acercando a otros presupuestos más próximos a la experiencia estética, y también al entretenimiento. Ya la Celia de Elena Fortún había abierto ese camino de la identificación del niño con los personajes, como en Reino Unido con Guillermo Brown. Lo que hoy llamamos políticamente incorrecto hacia su aparición leyendo al niño y no al modelo que de él solicitaba el mundo adulto. Son personajes que tienen un gran éxito. Guillermo Brown tuvo una larguísima y exitosa vida editorial. El pequeño Nicolás y sus adorables aventuras familiares y en pandilla también forman parte de este interesante patrimonio donde espejea la imagen de una sociedad que cambia.

En los años 70 del siglo pasado la Literatura Infantil empezó a valorar los aspectos creativos y creadores de los libros para niños, y el cuidado del espacio de la imaginación se fue imponiendo. Otros valores también se incorporaron, aquellos que traducían la transformación de la sociedad: la crítica de la educación autoritaria, el feminismo o la ecología. Una cuestión interesante también a tener en cuenta fue la tendencia, en cierto modo heredada de las vanguardias y producto del Mayo del 68, a igualar la posición de autor y lector. En 1963 la publicación de Rayuela, de Julio Cortázar propone una lectura creativa para el lector, por poner un ejemplo visible que abre ese camino. Los niños también podían interactuar con los libros. O inventar sus propios finales, como en los de Rodari, Cuentos para jugar.

Estos ejemplo tomados a lo largo del tiempo, demuestran que siempre ha existido la tensión histórica entre la literatura cuestionadora que alimenta el pensamiento crítico y la didáctica. Aunque han convivido y, a menudo, en la práctica escolar los clásicos han servido de referentes de lectura, lejos de una función aleccionadora.

No obstante, la literatura se configura en un contexto y su discurso muestra el mundo: en la dirigida a los niños ese universo también está presente de manera muy viva, como ocurre en Pinocho, y ello les sitúa. Se recoloca así la lectura literaria en su valor primigenio de iniciación.

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