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Por Carlos Pérez Torres

La costumbre de contar historias responde a la persistente necesidad de oírlas que tienen todos, a todas las edades, siempre, en todas las épocas. Desde Aristóteles, los tratadistas han venido hablando de la verosimilitud como un requerimiento básico para aspirar a que quienes oyen los detalles o ven las escenas de una narración puedan viajar al mundo de sus protagonistas e identificarse con sus avatares, pretendiendo de esta manera hacer factible lo que es ficticio y conseguir que lo irreal parezca real.

Las historias se cuentan por muy diversos procedimientos y con diferentes técnicas, pero a lo largo de los siglos, sin olvidarnos de manifestaciones artísticas como la música o la pintura, y otras más jóvenes como el cine, sin duda es la preceptiva literaria la que ha contado con una especie de monopolio con la épica, la lírica y la dramática clásicas. En todos los casos, cuando conectan de verdad, por una parte, la técnica y el estilo utilizados por el escritor a la hora de narrar, y por otra la predisposición con la que el lector la recibe, interviene una suerte de magia de ida y vuelta, y la complicidad entre ambos ni siquiera se resiente con la introducción de elementos que no son verosímiles.

A la luz de lo dicho hasta ahora, con la ambición de hacernos viajar con la imaginación asimilando buena parte de esas mentiras verdaderas, en diferentes épocas y culturas, con el soporte de idiomas diferentes, muchos escritores y escritoras han creado para sus historias un marco geográfico ficticio, contribuyendo a crear en el imaginario colectivo de la comunidad internacional de lectores una serie de territorios a la carta, en ocasiones dando incluso detalles cartográficos de localización para sus regiones literarias, países utópicos o distópicos, islas remotas, provincias exóticas, ciudades virtuales.

No hace mucho, paseando sin rumbo fijo y con la cabeza en otra parte, leí el hermoso rótulo que habían fijado en el escaparate de una librería y que, desde luego, era mucho más que un aforismo o un eslogan: “la literatura nos hace viajar”. En el escaparate contiguo, que pertenecía a una agencia de viajes muy peculiar, anduvieron listos para complementar tan rotunda afirmación y colgaron un rosario de itinerarios, todos ellos interesantísimos, como podremos comprobar a continuación.

Pese a la excelente oferta en el precio, la semana que se anunciaba en el País de las Maravillas y que se completaba con una excursión a la isla del País de Nunca Jamás podría incluir, pensaba yo, un alto riesgo para la familia. Lo digo por la posibilidad de que les cortaran la cabeza -aunque fuera metafóricamente- a más de un padre o madre incumplidor de normas u horarios, y de que sus hijos o hijas acabaran engrosando la nómina de niños perdidos.

Más tranquilas, pero no menos inquietantes, se me antojaban las estancias en Celama o Macondo, con los indudables atractivos que resultan de mezclar realismo y magia. Gran poder de imaginación había que tener para visualizar los increíbles alojamientos de Fantasia, Narnia o Idhún. Los más aventureros podían optar por la monumentalidad de Zenda, por los valores paisajísticos de la Tierra Media, o por las expediciones hacia volcanes en erupción desde Vigàta. Muy curiosas eran las rutas combinadas de Oz y Camelot, en cuyos hoteles el buffet de las comidas se servía en unas inmensas tablas redondas a las que se accedía por un camino de baldosas amarillas.

Los que preferían evitar las aglomeraciones del verano siempre podían atreverse con los campamentos exploradores por Invernalia, y me agradó especialmente la promoción especial de un recorrido por Liliput para clientes con la autoestima baja. Me sorprendieron las vacaciones activas que se planteaban en Jefferson y otros lugares del condado de Yoknapatawpha, y me daban miedo las incursiones previstas por la República de Gilead. Al sur del mismo continente americano, me reconfortaba la música familiar de la lengua criolla con que se promocionaban las rutas por Santa María o por Agua Santa. Algunas campañas publicitarias me parecieron brillantes, como aquella que aseguraba que “si alguna vez la visitas, seguro que volverás a Región”.

Recorrí toda una gama de lugares maravillosos y exóticos, llenos de estímulos y peligros, para lectores viajeros que demostraran ser amantes de las palabras y enemigos de la geografía convencional. Para cerrar los contratos en aquella agencia tan diferente, los recursos de estilo se aceptaban como monedas de pago, y para separar las etapas de cada viaje no se usaban bonos ni facturas, sino marcapáginas.

Nunca dos escaparates supieron convivir de manera más armónica. Jamás cualquier transeúnte inadvertido habría podido imaginar la diversidad de viajes que le aguardan con ilusión en los libros, la cantidad y calidad de territorios ignotos que le esperan agazapados entre sus páginas.

 

CARLOS PÉREZ TORRES (Málaga, 1958) es escritor y educador. Licenciado en Filología inglesa, ha trabajado muchos años dando clases de Literatura en institutos de Málaga y su provincia. Entre sus obras narrativas destacan títulos como “Nico y Aurora” (2008), “Relatos del impostor” (2016), “Notas al margen” (2022) y “Mala conciencia” (2023). En poesía, entre otros libros, ha publicado “Temblor” (2000), “Razón de convivencia” (2006), o “Antología privada” (2019), y prepara actualmente “Horas de insomnio”.

Enviado por José Antonio Sierra

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