Por Antonio Álvarez de la Rosa
Científicos alemanes y suizos descubrieron hace unos años que los versos de Homero pueden ser un buen medicamento contra la hipertensión. Su lectura, dicen, acompasa los latidos del corazón porque nuestro cuerpo encuentra en ellos el ritmo adecuado. Casi tres mil años ha necesitado el poeta griego para que los humanos le encuentren utilidad a su obra. No estoy capacitado para dudar de su validez farmacológica, pero me temo que no será muy difundida porque no es negocio para los laboratorios. El acceso a las obras maestras del mundo grecolatino está al alcance de cualquier bolsillo y de cualquier pantalla informática. En cambio, si hubiera que leer los versos de Homero tras la ingestión de una píldora, otro gallo literario nos cantaría, porque lo recomendarían incluso en los ambulatorios. Hasta ahora, hasta que la ciencia ha constatado los beneficios sanitarios de su poesía, Homero no había dejado de ser leído, admirado e imitado por cientos de generaciones. Fue profeta en su propio país, porque desde el siglo VII antes de nuestra era sus poemas tenían arraigo popular y hasta el fin de la civilización helénica ocupó un espacio fundamental en la educación. Sin embargo, los tiempos cambian y, en nuestro moderno mundo, la mejoría va a peor, porque “lo clásico” ya no vende. La cultura clásica ha sido erradicada de la enseñanza y, salvo que venga envuelta en películas hollywoodenses, evocaciones infantiloides de nuestro pasado fundador, apenas tiene presencia lectora. Poco a poco, pero con premeditada alevosía, el latín y el griego han desaparecido de los panoramas educativo y cultural. Eran lenguas muertas con raíces vivas, pero ni siquiera así aprovechables para nuestra escala de valores que solo ve y acepta lo que está al alcance de la mano utilitaria. De poco ha servido repetir lo que de enriquecedor para la condición humana tiene, por ejemplo, la lectura de La Ilíada. En esa obra está casi todo lo que nos define, ya sea individual o colectivamente. Desde ese inicio que no hemos podido olvidar los que estudiamos el griego clásico: “Canta, oh diosa, la cólera de Aquiles, hijo de Peleo; cólera funesta que causó innumerables males a los aqueos y arrojó al Hades muchas almas valerosas de héroes a quienes hizo presa de perros y pasto de aves….”, hasta las radiografías espirituales que el genio del poeta, sintetizándolas en Aquiles, hace del odio y del amor, de la alegría y de la tristeza, de lo sublime y de lo miserable que se esconde en los repliegues de cada uno de nosotros. Quizá ahora, tras el caso del Homero hipotensor, empecemos a descubrir aplicaciones farmacológicas en el contacto con los demás clásicos.
Entre las aplicaciones de esa cultura al bienestar sanitario del hombre de nuestros días podría descubrirse que la lectura de Platón es ideal para la bronquitis dialéctica, es decir, para que dialoguemos en lugar de abroncarnos, para que eliminemos o, al menos, limemos el lenguaje dogmático. Si sus Diálogos fueran de consumo generalizado –en escuelas, institutos, universidades, radios, televisiones, etc-, desterraríamos la funesta manía de no escucharnos, de soltar cada uno lo que nos viene en gana sin tener en cuenta la opinión de los demás (De hecho, comprobaríamos que no todas las opiniones valen por igual, que no es lo mismo la libertad de opinar que la valía de lo que decimos).
Tirando del hilo de la memoria y para comprobar el giro copernicano que ha dado la enseñanza, recordé que, al final de mis estudios de Bachillerato, los que nos habíamos subido al barco de las Letras también estudiábamos a Virgilio. En esos años sesenta, en el seno de una España franquista, no se nos daba como medicina preventiva del colesterol o de la arterioesclerosis, sino como medicamento para fortalecer el espíritu, para aprender a conocer(nos) mejor. Y no lo estudiábamos solo de pasada, sino que el libro II de la Eneida era objeto nada menos que de un curso monográfico de seis horas semanales. ¿Cómo olvidar, mientras las neuronas sigan electrificadas, aquel Arma virumque cano Troiae qui primus ab oris con que arranca la obra, el retumbar de unos versos inolvidables? Con ellos aprendí las aspiraciones de paz, de justicia, de libertad, la fe en el futuro como único antídoto contra la muerte. Utilizando el criterio científico de los investigadores suizos y alemanes, quizá podrían buscarle también una utilidad farmacológica. ¿Pueden servir sus versos como antidepresivos, contribuir a sacarnos del fondo de unos barrancos psicológicos por los que deambulan tantos de nuestros conciudadanos?
En cualquier caso, logren o no los laboratorios convertir a los clásicos en un recetario, siempre los tendremos ahí para tratar de desmontar el enorme mercado en que se ha convertido la cultura. Están al alcance de nuestra mano lectora y reflexiva, no para darnos soluciones –ninguna obra de arte ha arreglado los desaguisados históricos del ser humano-, pero sí para proporcionarnos un mejor conocimiento de nosotros mismos.
Catedrático de Filología Francesa es, además, autor de artículos en revistas literarias o en suplementos culturales, traductor y prologuista de, entre otros, Victor Hugo, Flaubert, Maupassant, Michelet, Julien Gracq, Gustave Le Rouge, Dominique Fernandez, Manchette, Marcel Schwob, Michel del Castillo, Albert T’Sertevens, Abdellatif Laâbi, Michel Schneider…
Conferencias en múltiples Universidades e Instituciones Culturales como, por ejemplo, en la Fundación Juan March. Durante una decena de años, publicó artículos de opinión en La Opinión de Tenerife.