Por Antonio Álvarez de la Rosa
En tiempos de fundamentalismos, de fanatismos orientales y occidentales, en época de turbulencias varias, de engaños y trampantojos masivos, de la ofensiva de los gurúes de la Inteligencia Artificial que buscan anular la inteligencia, el sentido común y la sensibilidad artística, es muy saludable aferrarse a salvavidas insumergibles y refugiarse entre las páginas de los clásicos del pensamiento, es decir, de todos aquellos que, desde hace muchos siglos, nos vienen alumbrando sobre la condición humana, la misma que observaron ellos y podemos ver hoy, la que no podemos cambiar, pero sí conocer mejor. Adentrarse, por ejemplo, en el Diccionario filosófico de Voltaire (1694-1778), el escritor francés que sostenía que lo único importante era la moral y que la religión solo había sido instituida para “mantener a los hombres en el orden”. Ahora, cuando un ignorante, apasionado presbiteriano y ex inquilino de la Casa Blanca o múltiples altavoces del fundamentalismo islámico o ruso de todas las Rusias, pasando por los viejos y nuevos nacionalistas de España, quieren imponernos fórmulas a machamartillo, hay que remansarse, por ejemplo, en uno de los artículos de ese Diccionario: “El fanatismo es a la superstición lo que la excitación a la fiebre, lo que la rabia a la cólera. El que tiene éxtasis, visiones, el que confunde sueños con realidades, imaginaciones con profecías, es un entusiasta; el que sostiene su locura mediante asesinatos es un fanático. Una vez que el fanatismo ha gangrenado un cerebro, la enfermedad es casi incurable (…) No hay otro remedio a esta enfermedad epidémica que el espíritu filosófico, el cual, difundido de prójimo en prójimo, acaba suavizando las costumbres de los hombres y previene los accesos al mal. En cuanto ese mal progresa, hay que huir y aguardar a que se purifique el aire”. Por si no bastara con esta lectura, a muchos gobernantes también les recomendaría, si leyeran algo más que los esmirriados tuits, otra sobre el fanatismo, esta vez extraída de Ensayo sobre las costumbres y sobre la mentalidad de las naciones, obra en la que Voltaire asienta uno de sus grandes principios: la historia de la humanidad ha de ser la de las conquistas científicas, filosóficas y la de aquellos territorios que puedan permitir alcanzar las más altas cotas del pensamiento y la civilización: “La única arma que existe contra este monstruo (se refiere al fanatismo) es la razón. La única manera de impedir a los hombres ser absurdos y malvados es ilustrarles. Para hacer execrable el fanatismo no hay más que pintarlo. Solo los enemigos del género humano pueden decir: ‘Ilustráis demasiado a los hombres, insistís demasiado en escribir la historia de sus errores’. ¿Cómo pueden corregirse esos errores sino mostrándolos?”. Este párrafo, por ejemplo, se lo dedicaría a alguno de los ideólogos del PP quien, a su vez, podría difundirla entre sus correligionarios y demás desertores de la cultura. Quizá así, dada su relevancia social y política, no desbarraría y dinamitaría la línea de flotación del barco educativo que tanto enseñante procura mantener a flote. Recuerdo, al hilo de la memoria escrita, lo que hace unos cuantos años, propuso el señor Arenas, en su momento uno de los doctrinarios del PP, para solventar no recuerdo qué embrollo político de su partido: la celebración de un congreso extraordinario. Al advertirle de su metedura de pata, rectificó diciendo: “No tiene mayor importancia. Solo era una reflexión intelectual…” (El subrayado es mío, claro).
En los Ensayos de Montaigne (1533-1592) están casi todos los interrogantes que siguen acogotando la existencia de los seres humanos. Beber en él, como en cualquier fuente de la sabiduría, no sacia. Como seres pensantes, cada vez que preguntamos, abrimos la ventana a otras inquietudes. Como cerezas en un cesto, en cuanto tiramos de nuestras preocupaciones, nos quedamos con otro racimo en la mano. Nos hacen vivir a tal velocidad, es tal la vorágine de nuestro tiovivo diario que resulta muy difícil parar el caballo de la existencia. En un tiempo como el nuestro, dominado por el tiempo sin tiempo para tenerlo y en esa permanente búsqueda de la felicidad, Montaigne nos invita al goce del presente. Sabedor de que nuestra existencia es solo un instante, le quita la carga temporal –ese lazo inmedible entre el futuro y el pasado- y nos invita a “vivir a propósito”: “Cuando bailo, bailo; cuando duermo, duermo; si durante un rato, cuando me paseo por un hermoso prado, mis pensamientos se han entretenido en extrañas ocurrencias, durante otro rato los reconduzco al paseo, al prado, a la dulzura de esta soledad y a mí”.
Tirando del hilo de mi puro presente, recomiendo la lectura y meditación de Muertes imaginarias, de Michel Schneider, nada menos que Premio Médicis en Francia, porque contiene los últimos momentos de 36 escritores y porque nos invita a imaginarlas, pero no a la manera de un biógrafo. En la línea de Marcel Schwob, o sea, desde la biografía ficticia, nos cuenta las muertes de cada uno de ellos desde un punto de vista diferente al de la verdad histórica. En el fondo, se trata de una reflexión sobre el ser humano y su final terrenal, sobre el futuro del escritor una vez muerto, sobre nosotros, los lectores que vivimos con ellos, con su yo creador, desde luego, pero también con su yo social. Reflexión, pero también poesía, emoción, erudición, una escritura muy cuidada, frases cortas. Empezando por los últimos momentos de Michel de Montaigne- ¡cómo no, tratándose del gran ensayista sobre la muerte!- y terminando por Truman Capote, el lector asiste a las últimas palabras de Voltaire, Kant, Goethe, Balzac, Victor Hugo, Flaubert, Chéjov, Tolstoi, Freud, Zweig, Nabokov y muchos otros más. Cada retrato mortuorio es un pequeño relato, incluso una alegoría, racimos de anécdotas, algunas empapadas de humor.
Y ya que he mencionado a Montaigne, veamos lo que nos dijo acerca de la angustia mayor del reino de los hombres: el miedo a la muerte, el ciego deseo de una vida sin muerte, escollo contra el que se ha estrellado, entre otras, la religión católica. Por mucho que el Vaticano prometa un futuro paraíso celestial, hasta el más creyente se aferra al valle de lágrimas terrenal. Sobre todo, en una época como la nuestra en la que, queriendo amaestrar al mundo, nos hemos entregado de pies y manos al poder científico-técnico. Sin embargo, en el espejo de la muerte del otro, a diario vemos la igualdad que impone. Todos somos únicos e iguales ante la desaparición. De ahí, como dice el filósofo Jean-Luc Nancy, que necesitemos “inventar la democracia de la muerte”. Ya lo intentó Montaigne en el capítulo XX de su primer libro de Ensayos: “No sabemos dónde nos espera la muerte; esperémosla en cualquier lugar. La premeditación de la muerte es premeditación de la libertad. El que aprende a morir, aprende a no servir. El saber morir nos libera de toda atadura y coacción. No existe mal alguno en la vida para aquél que ha comprendido que no es un mal la pérdida de la vida (…) Es tan loco llorar porque de aquí a cien años ya no viviremos como llorar porque no viviésemos hace cien años. La muerte es origen de otra vida”.