Hoy, se me ha ocurrido que nada ni nadie es libre. Yo no elegí dónde y cuando nacer. Ni elegí a mi familia. Tampoco pude decidir sobre mis dones y habilidades. Mi evolución física, intelectual o espiritual fue férreamente dirigida por mis padres, educadores y maestros, precisamente, para ayudarme a ser más «libre» en un futuro.
Así, me parece que la libertad -la libertad óntica y antropológica, única posible- es siempre un «punto de partida», un «eterno presente» en donde siempre estamos, con cada decisión, proyectando un futuro en el que necesaria e intrínsecamente se excluyen una infinidad de «futuros posibles». Es por esto, que la auténtica libertad -si existe tal cosa- contiene siempre una importante dosis de renuncia: renuncia a todo lo que no hemos elegido.
Quizás por ese «miedo a la libertad» -miedo a agotarla, a «gastar» sus posibilidades- hay cada vez más personas que no se comprometen a nada, por no quererse cerrar a otras posibilidades. Así, no ejercitando nunca su capacidad de elección, no usan realmente nunca de su libertad. Y la Libertad solo existe cuando se usa. Pero reconozco que «la capacidad de elegir», en sí misma, no define la libertad: ni siquiera, la determina a priori. Acepto, pues, que la acción de elegir, es la ocasión en la que más vívidamente me siento libre, pero insisto, no define para nada la naturaleza misma de la libertad.
Por otro lado, siento también que la duda, la indiferencia, o la negativa a elegir, es una pobre y miserable condición humana, un estado desgraciado de la libertad.
Pero nótese que si la libertad reside sólo en la capacidad de elección, una vez hecha ésta, la libertad quedaría «consumida» en el acto de la voluntad que elige. Dejaría de ser «libre» inmediatamente después de elegir. Si puedo elegir entre dos bienes, es que ninguno de los dos es determinante. Si uno de ellos no me suscita una adhesión total, es que realmente no existe un «querer» y «desear» previo al problema. La libertad sería, entonces, un obstinado «no querer», o un querer veleidosamente todo aquello que nos apetece en cada momento, guiados por el instinto natural. Pero esta opción, que en principio puede parecer deseable, deja un enorme vacío existencial y, sobre todo, experiencial: porque el cerebro humano, la conciencia humana, el alma humana, es capaz de mucho más, necesita mucho más que el seguimiento de los instintos para realizar su «ser completo»; para la expresión total de su libertad.
Me pregunto entonces si la libertad, no será más bien la adhesión, sin ambages ni dudas, a un bien superior a nosotros mismos, a una verdad que trascienda nuestra individualidad y, preservándola en su sagrada «irrepetibilidad», la ponga al servicio de un ideal evidentemente deseable. Un Ideal tan lejano y, aparentemente inalcanzable que nos llevará al deseo de avanzar siempre hacia adelante. Como el burro persigue a la zanahoria en el palo, no impele a movernos siempre al bien, la belleza, la justicia…
¿No nos liberaría esto de las tediosas elecciones cotidianas, liberándonos de la duda, al estar éstas -ahora, sí- determinadas por el ideal, por el objetivo?
Descubro así, que mi obstinación en conservar mi libertad de elección, no es más que el fracaso de mi determinación y voluntad. Y que la plena expresión de mi libertad sólo es posible cuándo sé, con absoluta claridad, lo que quiero, lo que «es determinante» en mi vida: soy tanto más libre cuanto más conozco, oriento mis deseos y domino mi voluntad.
No puedo obviar que la libertad individual sólo está constreñida por la dimensión tiempo. Cuándo nos comprometemos, nos «determinamos» por una causa que nos trasciende, regalando «trozos» de nuestra libertad y nuestra vida. Nos estamos así, a la vez, librando de trozos de nuestro particular infierno: del infierno cotidiano de nuestras dudas, temores e inseguridades. Somos conscientes, entonces, de que cuándo renunciamos a «trocitos» de nuestra libertad para abrazarla, unirla, a la de otros, ésta crece exponencialmente hasta llegar… ¡Al infinito! Porque la Libertad, que al final no es más que la capacidad de elegir, supone siempre una renuncia: renunciamos a aquello que no hemos elegido. Pero dejaremos la mística para otro día…