No es la primera vez que las protestas palestinas y los enfrentamientos de civiles con la policía comienzan en Jerusalén o incluso en ciudades de mayoría árabe en Israel, pero la escalada se termina dirimiendo con una confrontación -siempre asimétrica- entre el ejército israelí y las fuerzas políticas y armadas palestinas de la Franja de Gaza. Esto no se debe a un cálculo coyuntural ni inocente.
Detrás de este último movimiento de protestas y de la ola de represión policial y enfrentamientos se encuentran dos lugares de gran importancia para el conflicto israelí-palestino: la Explanada de las Mezquitas en la Ciudad Vieja de Jerusalén y, de manera más general, la parte oriental de esa ciudad que Israel se anexó hace décadas, pero sigue siendo considerada como territorio ocupado por la ONU y gran parte de la comunidad internacional, incluida Argentina.
Por un lado, las protestas en el barrio oriental de Jerusalén de Sheihk Jarrah desnudaron nuevamente una contradicción de la Justicia israelí: mientras se niega a reconocer los reclamos de los cientos de miles de refugiados palestinos forzados a dejar sus hogares en 1948, exige la vuelta de los desplazados judíos israelíes a Jerusalén este, la mitad de la ciudad que entre el 48 y el 67 estuvo bajo control jordano, y que hoy pelea para mantener su población palestina ante los desalojos y el desarrollo inmobiliario para familias judías.
En un informe del año pasado, el Instituto de Jerusalén para la Investigación Política reconoció que aunque la minoría palestina registra un crecimiento demográfico más alto que la mayoría judía en el país, en Jerusalén es esta última comunidad la que más crece.
En números, la población israelí en Jerusalén Este pasó de un poco más de 167.000 habitantes en el año 2000 hasta más de 225.000 en 2019, y hoy los palestinos representan el 38% de la llamada parte árabe de la ciudad, según la organización israelí Paz Ahora.
Por otro lado, las protestas y la represión que desataron la actual escalada militar también tienen de fondo el control israelí sobre uno de los sitios sagrados del islam en la Ciudad Vieja de Jerusalén, la mezquita de Al Aqsa, en la llamada Explanada de las Mezquitas.
La constante pulseada entre los palestinos -ciudadanos israelíes, residentes de Jerusalén y los habitantes de la vecina y también ocupada Cisjordania que logran conseguir autorizaciones para cruzar- que quieren rezar sin restricciones y grupos nacionalistas y ortodoxos judíos israelíes que reclaman un acceso ilimitado porque allí se encontraba el Templo de Salomón -un símbolo de gran importancia para ellos- desnudan cuán entrelazado están hoy los intereses políticos y religiosos en el conflicto.
Y en este punto, los palestinos no están solos. Cada vez que el conflicto se concentra en la Explanada de las Mezquitas, la reacción del mundo musulmán es inmediata y, con ella, la de la ONU, la del Vaticano e incluso de potencias internacionales aliadas de Israel que no quieren que el conflicto sobrepase las fronteras actuales.
Entonces, la escalada vira hacia la Franja de Gaza, donde el enemigo no es una minoría civil sin liderazgos políticos fuertes ni mucho menos capacidad de operaciones armadas, más allá de ataques individuales con cuchillo o arma de fuego recurrentes pero de ninguna manera sistemáticos como en las intifadas (levantamientos populares) que explotaron en 1987 y 2000.
Pero la elección de un terreno más cómodo para plantear el conflicto no solo beneficia o es impulsada por Israel. El movimiento islamista palestino Hamas, que desde el 2006 controla el interior de la Franja de Gaza, también reclama el liderazgo de la causa palestina ni bien las protestas explotan.
A diferencia de la Autoridad Nacional Palestina, una suerte de Gobierno sin Estado soberano y con sede en Cisjordania que, tras el baño de sangre que significó la represión de la segunda intifada, renunció a la vía armada y ahora intenta pelear (sin mucho éxito) en las mesas de negociaciones y se alimenta de la ayuda internacional; Hamas crece y fundamenta su legitimidad en la confrontación con Israel.
Entonces mientras más se encarniza el conflicto en la Franja de Gaza, más se concentra la atención, por un lado, en los bombardeos masivos y la crisis humanitaria que profundizan en uno de los territorios más sobrepoblados del mundo, en donde alrededor de dos millones de personas no tienen a dónde escapar o esconderse, y, por otro lado, en la lluvia de cohetes lanzados sobre las ciudades del sur y el centro israelí y las innumerables historias de familias corriendo a los refugiados en medio de la madrugada.
Mientras esto sucede, el foco se corre de las protestas y, principalmente, de los reclamos históricos que originaron la nueva escalada militar. Porque incluso en Jerusalén, Cisjordania y las ciudades israelíes con importante población árabe las manifestaciones empiezan a concentrarse en actos de solidaridad con sus hermanos palestinos de Gaza.
Y cuando el intercambio de misiles por cohetes o la invasión a Gaza termine con algún alto al fuego frágil y provisorio que con suerte solo durará unos meses, este acuerdo nada incluirá de las causas que encendieron una vez más la mecha del conflicto israelí-palestino.
Excepto que estemos en la puerta de la mil veces anunciada tercera intifada. Si esto sucede, ni Israel ni Hamas podrán monopolizar el protagonismo de la escalada de la violencia y será mucho más difícil frenarla.