V: 1 Cuando el rey David era anciano, de edad avanzada, lo cubrían con ropas, pero no se calentaba.
V.2 Por tanto, sus servidores le dijeron: «Que busquen para mi señor el rey una joven virgen, a fin de que esté en presencia del rey, le atienda y duerma en su seno, para que dé calor a mi señor el rey.»
V.3 Entonces buscaron a una joven bella por todo el territorio de Israel. Hallaron a Abisag la sunamita y la llevaron al rey.
V.4 La joven era sumamente bella. Ella atendía al rey y le servía, pero el rey no la conoció.
(La Biblia, Antiguo testamento, Libro de los Reyes)
Ahí está, a veces no sé si duerme o disimula el sueño. Vive dentro de la muerte, a su lado hábito en el silencio. Su espalda, fría, mapa de cicatrices, carga tiempos ya olvidados, no tiene edad.
Acaricio sin ternura. Deslizo los dedos lentamente, rozando apenas su piel, como un susurro; quiero reconocer en cada trazo de sus cicatrices, el trayecto por el que he llegado hasta aquí. Quiero encontrar el principio en alguna de ellas, ver en alguna punzada, en alguna oquedad de su cuerpo, el lugar desde donde me trajeron por mi condición de virgen; también por ser bella. Nadie me preguntó, no me resistí. Viajé como un paquete bien envuelto, sin conocer destino. Protegían mi vida medio centenar de hombres, me sentía aturdida en la emoción por tanto cuidado, por tanta procesión para mi sola.
El frío envuelve la noche, tiembla él, traduce su temblor en mirada suplicante, siempre igual. Me acerco, atrapo su pecho con mis brazos, apenas lo abarco. Sus movimientos, lentos, parecen querer volver a una juventud imposible. Busca con sus manos mi cuerpo, explora los rincones que alguna vez fueron fuego en donde arder. Le busco sabiendo que la respuesta es la rabia, el silencio, la lágrima oculta. Me ofrezco.
¡Basta!, me digo, agotada en un grito ahogado.
Duermo en su lecho, bajo las sábanas mortajas. Espero el amanecer. No soporto la pureza, me aboca al sufrimiento de no llegar a ser como las demás, no rio cuando amanezco al lado del más importante de los hombres, ellas, con su perdida pureza, amanecen junto a otros menos poderosos o sin poder alguno, han recibido su calor, han entregado el suyo; abren al día los ojos como nacidas de nuevo.
Rey David, aún veo tu mirada de asombro cuando me hicieron arrodillar ante ti, inclinar la cabeza hasta tocar el suelo, levantarme de nuevo, despojándome de las ropas para que pudieras recorrer mi cuerpo con tus ojos .Tu mirada calmó el frío de la soledad ante toda tu corte. Esperanza vana.
Recojo tus brazos que sobresalen del lecho; andan tendidos de forma descuidada. Solo yo puedo, ahora, tocar tu piel; me aferro a ti con el cuerpo desnudo, tengo que darte el calor que tú no tienes, es mi trabajo, quieren mi juventud, que la bebas si es preciso; dijeron que podría devolverte a los tiempos en que eras David el grande, el poderoso. Te quieren vivo, ahora para utilizarte en los asuntos de estado que interesan, el trono, tus ejércitos,… todos quieren influir en su favor, temen que mueras sin mostrar a quién designarás para ser rey. Se miran entre sí, se espían, preguntan a los sirvientes por quién te visita, a quién has llamado. Me quieren a mí porque tu ley, la ley de Israel, me ha convertido en símbolo del poder, quién me posea después de tu muerte será el rey. Un bastón o una corona, una señal efímera, eso soy, no una mujer.
Pocos son los que te aman, ya no necesitan que sean tus ojos los que se posen sobre ellos, a nadie le importa la bendición de tus manos o de sus quehaceres, ni se arrodillan ante ti por tu grandeza; les desespera la ansiedad por conocer quién ocupará tu silla, quién se hará dueño de tus ejércitos, tu gineceo; lo veo en las miradas de tus súbditos, de tus propios hijos. ¡Miserable Adonías! , acosas las estancias donde la soledad nos cerca; vigilas el sepulcro donde habitamos, acechas nuestros sueños, confirmas cada noche mi virginidad, tu doble trofeo: el poder inmaculado. En tus ojos veo mi cuerpo poseído, lanzado después a la sima del harén para ser olvidado, lo utilitario de mí se agotaría la primera noche, con la primera sangre.
Temo tu muerte, mi rey, no porque te ame, no puedo amar a quién arrancó de cuajo el goce de la juventud para encerrarme en un lecho de impotencia; temo por mi, por mi suerte, por no saber quién dispondrá de mis días, quién me romperá en las noches.
Tras tu muerte solo seré la carne de un cuerpo fracasado en su misión, lo veo en sus miradas, también en las que nos sirven. Escucho sus risas cuando se alejan de la estancia. Se ríen de ti, también de mí; buscan al amanecer las pruebas que demuestren que aún eres David, el de entonces, el del tiempo de batallas. Me culpan por no lograr resucitar tu vigor, lo veo en el desprecio de tus servidores, soy yo quién no te sirve, no es él, no puede ser él, elegido por Yahvé, vencedor de Goliat, de filisteos y amonitas, rey de Judá, el hombre más poderoso de la tierra no puede fallar en el vigor, tuviste más de veinte hijos, soy yo, soy yo, soy yo, acaso la peor de tus mujeres.
Duermo junto a ti, mi cuerpo se hunde en tu cuerpo cada noche, a veces durante todo un día; como a tu lado, bebo a tu lado, rio y lloro junto a ti y no sabes nada de mí, no sabes cuales son mis sueños ni a dónde van mis ojos cuando escapa la mirada más allá de esta alcoba inútil en la que me encuentro. Quiero ser mujer, mujer ocupada por entero, sentir el dolor y el placer del que me hablan, llenar mi vientre con la vida, beber y que me beban.
Hablo contigo de los campos, de la aldea, de la guerra y ambos silenciamos nuestro fracaso: tu senilidad y mi impotencia por cambiar tu estado. Cuánto esfuerzo derramado por revivir el recuerdo de la fuerza desatada que te llevó con furia al adulterio, a robar a Betsabe de los brazos de tu general más apreciado, al que enviaste a la muerte situándolo en la vanguardia de tu ejército a sabiendas del riesgo cierto de ser lanceado por los amonitas y así, apoderarte de su esposa. Fue bella, muy bella, ahora solo celos y amargura. Te gozó por mucho tiempo, te dio hijos; a mí me han entregado a un pozo seco.
Ella conoció tu esplendor, para mi queda tu impotencia.
Manuel del Castillo Molina
Miembro del Ateneo Libre de Benalmádena