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lunes, diciembre 30, 2024

Libros que salvan vidas

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En alguna ocasión hemos sentido que un libro nos ha salvado la vida.. ¿Por qué? Porque llegó a nuestras manos en un momento difícil  y su mensaje nos ayudó a seguir adelante. Si  le dijera que existe un  libro que «literalmente» ha salvado no una vida, sino millones?, ¿me creería?

Me  estoy refiriendo a Recuerdos de Solferino, escrito por Henri Dunant (Ginebra, 8 de mayo de 1828 – Heiden, 30 de octubre de 1910), fundador de Cruz Roja. Aunque hace ya 110 años que murió, su organización humanitaria sigue en pie mitigando el sufrimiento de millones de personas.

En la ciudad suiza de Heiden existe un museo que no solo mantiene vivo el recuerdo de Dunant, también ofrece una sala dedicada a su pensamiento y sus otras luchas: un mundo sin guerra,  y sin comercio de esclavos, el sufragio femenino, la fundación de una biblioteca mundial y la creación de un Estado de Israel. Lo curioso es que el “museo Henri Dunant” se asienta sobre un hospicio: el que lo acogió durante sus últimos dieciocho años de vida y al que fue a parar después de recorrer Europa a pie y en la indigencia. Calvinista y próspero hombre de negocios en las colonias del imperio francés, se arruinó a los 40 años, tras contraer una deuda de un millón de francos, cantidad que le invalidaría económicamente para el resto de sus días y que lo atormentó (hasta enloquecer), no solo porque le obligaba a esconderse de los acreedores, también porque su ruina causó la de los amigos que confiaron en él

Volviendo a Recuerdos de Solferino, sepa que por asuntos ligados a concesiones de agua en sus explotaciones argelinas, Dunant precisaba en 1859 entrevistarse urgentemente con Napoleón III, a quien admiraba. Este se hallaba en Lombardía, donde el ejército austriaco, desfavorable a la unificación italiana, luchaba contra el francés, que se mostraba defensor. “Aquel memorable 24 de junio, se enfrentaron más de trescientos mil hombres; la línea de batalla tenía cinco leguas de extensión y los combates duraron más de quince horas”. Tras ellas, Dunant  narraría con crudeza el atroz abandono sanitario en el que permanecían heridos y moribundos. Consternado ante tanto dolor, asumió en un parpadeo organizar con su carruaje y dinero la asistencia a los enfermos (se le considera inventor del botiquín de auxilios), para lo cual recurrió a la empatía de las mujeres locales. “¡Honor a estas compasivas mujeres (…) su entrega sin alardes no pactó con la fatiga ni con la repugnancia, ni con el sacrificio”, escribió. Bajo el lema tutti fratelli (todos hermanos), organizó hospitales de campaña en los que soldados de ambos bandos fueron asistidos por cirujanos franceses y austriacos, pues obtuvo de Napoleón III permiso para liberar a médicos enemigos. 

Dunant narra estos hechos desde la impotencia por no poder hacer más y mejor a causa de la escasez material y la improvisada organización. Su libro denuncia la poca solvencia de los ejércitos para asistir a los soldados caídos y elogia la labor humanitaria de personas como Florence Nightingale, a quien expresamente nombra.  De entre los interrogantes que formula al lector en las páginas finales,  me importa destacarle dos: “¿No se podrían fundar sociedades voluntarias de socorro cuya finalidad sea prestar o hacer que se presten, en tiempo de guerra, asistencia a los heridos?” (…) “¿No sería de desear que un congreso formulase algún principio internacional, convencional y sagrado que sirviera de base a estas sociedades?”.

En 1862, Dunant publicó en Ginebra una tirada de 1600 ejemplares de su libro y lo distribuyó entre políticos y personalidades relevantes. Un año después, con el apoyo de cuatro miembros de la Sociedad Ginebrina de Utilidad Pública -entroncada, según Ferrer Benimeli, con la Francmasonería- funda el Comité Internacional de Socorros a los Militares Heridos (futuro Comité Internacional de la Cruz Roja) que adopta por insignia la bandera suiza con los colores invertidos.  Dunant es el secretario del comité y en 1864 se suscribe la Convención de Ginebra, mediante la cual, se garantiza protección a los heridos de guerra y se respeta la neutralidad del personal bajo el signo de la cruz roja en hospitales y ambulancias. Pero el escándalo de su bancarrota lo obliga a dimitir y a abandonar Suiza… 

Se refugia entonces en París con la aquiescencia de Napoleón III. Allí le sorprende la guerra franco-prusiana de 1870 y se implica en la atención a los heridos. Consigue de la esposa de aquel (Eugenia de Montijo) que algunas localidades sean declaradas neutrales para así atender a los soldados, e introduce como norma la placa de identificación para estos. Durante la guerra y tras ella, la pobreza no se apartará de su camino. En sus memorias contó que camuflaba con tiza la suciedad del cuello de la camisa, dormía en la calle y cenaba una corteza de pan. Erró por diversas ciudades y retornó a pie a su país. Ya sexagenario, enfermo y agotado, fue acogido en un hospital de caridad en Heiden.

En 1895, un periodista escribió sobre él un artículo con el que desató una ola internacional de simpatías. Muchas personas se movilizaron y en 1901 recibió, junto al pacifista Frederic Passy, el primer Premio Nobel de la Paz. Dunant llevó a cabo una labor digna de Dios y de su creador, exclamó su admirada Florence Nightingale, cuando supo que había sido galardonado.

Inicialmente no hubo consenso en su nominación. Algunos dijeron que Cruz Roja no promovía la paz, que solo “humanizaba” la guerra. Pero como el testamento de Alfred Nobel también resaltaba la importancia de fomentar la fraternidad entre naciones, uno de los valedores de Dunant, el médico militar noruego Hans Daae, consiguió los votos necesarios para su elección. También tomó precauciones que impidieron a los acreedores reclamar dinero del importe del premio. Dunant continuó viviendo en el hospicio de Heiden, sin gastar absolutamente nada y todo lo distribuyó en asociaciones benéficas. En su testamento estipuló que siempre hubiese allí una cama disponible para una persona pobre. Murió demente a los 82 años. Creía que los acreedores intentaban eliminarlo y no tomaba bocado si antes no lo probaba otra persona. Conforme a su deseo, fue enterrado en Zurich, sin ceremonia…“como un perro”, según expresó en sus ultimas voluntades.

Si alguna vez alguien alguien le pregunta si un libro puede cambiar el mundo. Acuérdese de esta historia y responda que sí, que puede, incluso, mejorarlo.

 

 

 

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