Déjeme contarle que durante siglos, la hipocresía humana condenó a la infamia al gremio de tintoreros. En la Edad Media, la industria textil era un área económica potente y los tintoreros pieza fundamental en ella. A la gente no solo le gustaba vestir de colores, sino que estos constituían un código necesario de identificación y distinción. Pero como El Levítico condenaba las mezclas porque alteraban la obra del Creador, y su influencia sobre la sociedad medieval era enorme, a los tintoreros se los consideró artesanos próximos a la nigromancia.
Añádale que integraban un gremio muy organizado y broncoso, a menudo enfrentado con el gremio de tejedores. Estos, con o sin licencia (según lugar y época), se empeñaban en teñir su propios paños, normalmente con materiales baratos y procedimientos inexpertos, lo que suponía un intrusismo y una competencia desleal que los tintoreros no estaban dispuestos a consentir. Tuvieron que morderse la lengua durante la moda creciente del azul, color que hasta el siglo XIII no gustaba demasiado (recuerde que los romanos lo despreciaban) y soportar que en París, la reina madre, Blanca de Castilla, permitiese teñir de ese color a dos talleres tejedores de la ciudad. Los tintoreros se pusieron de uñas, de “uñas azules” que era como la gente los llamaba pues muchos las tenían de ese color. La verdad es que se ganaban bien la vida, pero se los denigraba por su aspecto, su rostro y ropas salpicados. Jean de Garlande -que en aquellos años enseñaba en la Universidad de París- dijo burlonamente que “sus uñas están pintadas; algunos las tienen rojas, otros amarillas y otros negras. Por eso las mujeres bonitas no los quieren, a menos que los acepten por su dinero ”.
No obstante, el enemigo natural de los tintoreros no eran los tejedores sino los peleteros y los curtidores (oficios también mal vistos por trabajar con cadáveres de animales), con quienes competían por el agua del río. Los macereros no podían usarla si ya había sido ensuciada con materias colorantes, y a su vez, los tintoreros no podían trabajar con aguas contaminadas por los vertidos de los curtidores. Eso, sin contar, que unos y otros ( y también los carniceros) fastidiaban a la población en su conjunto, que veía muy limitado su acceso a agua de calidad para beber. Tanto es así, que en aquellos medievales siglos, debido a la contaminación de ríos, fuentes y pozos, la gente apenas consumía agua, sino cerveza y sobre todo vino, de uno a tres litros diarios por persona -mujeres y monjes incluidos- según explica el medievalista Robert Fossier-. Una cantidad asombrosa solo soportable debido a la baja graduación alcohólica de los caldos de entonces.
Le informo que las mayores grescas tintoreras eran intestinas (ligadas de nuevo al uso del agua). Si se era tintorero de rojo no se podía teñir de azul y viceversa. Los tintoreros del rojo fabrican también la gama de los amarillos, y los de azul, la de los negros y los verdes. Así que la parcelación espacio-tiempo era una necesidad vital para no entorpecerse mutuamente y su transgresión deliberada causa de hondos rencores. A estas normas estrictas se añadían otras reglamentaciones muy compartimentadas y precisas en cuanto a materiales textiles y mordientes. Si usted teñía lana no podía teñir seda y según en qué ciudades y épocas, solo habría tenido derecho a usar un pigmento concreto, lo cual le habría convertido en tintorero común o en tintorero de lujo…cuestiones peliagudas, de muchos cuartos en juego que los enfrentaban y los hizo cobrar fama de buscapleitos y… engañadores, que por algo “cambiaban los colores”, oiga: en los siglos XIV y XV se acuñó la expresión teindre sa coleur, para alguien que finge miente o que muda de opinión, después de todo, los tintoreros “hacían trampas con la materia” y alteraban la naturaleza…
“Blanquear” al gremio se convirtió, pues, en una cuestión de honor para ascender en la escala social y dejar de pertenecer a los artesanos más despreciados. Que se considerara un oficio próximo a la hechicería ( y a la alquimia), los mantenía en la indeseada marginalidad. En algunas ciudades europeas – Zaragoza y Sevilla, entre ellas- la profesión de tintorero solo la ejercían judíos, y lo mismo sucedía en algunas ciudades del mundo islámico, donde también se les relegaba a esas tareas viles. Hoy, en muchos lugares de África, el teñido se reserva a las mujeres, que para eso son “naturalmente impuras”.
Los tintoreros se “apañaron” un santo protector -San Mauricio (22 de Septiembre)- patrono también de los caballeros, para mayor lustre. Era un general tebano del siglo III convertido al Cristianismo. Note que de Mauritius a maurus (negro) hay un paso (o varias letras) y que lograr un negro sólido que no destiñese era caro y procedimentalmente difícil. (A partir del siglo XV el negro se revalorizaría). Debió parecerle al gremio que San Mauricio blanqueaba poco y se pusieron, además, bajo el patronazgo del Cristo de la Transfiguración. “Brilló su rostro como el sol y su vestidos se volvieron blancos como la luz” (Mt 17,2; Mc 9, 2-3 y Lc 9, 29).
Por si acaso, convirtieron a Cristo en aprendiz de tintorero. Como lo oye. Según los evangelios árabe y armenio de la infancia (apócrifos), siendo Jesús un crío de siete u ocho años se empleó (o lo empleó su madre) en un taller en Tiberíades. Sobre esos textos y a partir del siglo XII, habrían de circular variadas fabulaciones anecdóticas con un denominador común: Jesús es travieso y olvidadizo y causa graves desaguisados en cubas y tintes. Una vez el niño Jesús comprende los perjuicios de sus infantiles trastadas, repara con milagros sus errores. Rastros de esta «leyenda urbana» se encuentran en las miniaturas de numerosos manuscritos medievales, pero en la iglesia parroquial de Ainsa (Lérida) hallará un retablo de Pedro García de Benabarre que «desteñirá» todas sus dudas sobre este particular. Jesusito de mi vida, tintorero como yo.