En principio me pareció una triquiñuela sin importancia: salí del coche simulando un fuerte dolor en las cervicales después de aquel minúsculo alcance por detrás.
La ciudad era un laberinto de coches, y yo como abogado había tramitado muchas de estas indemnizaciones. Las compañías preferían un arreglo a un veredicto judicial. Pero me colocaron el collarín y empecé a ver el mundo desde la posición de erguido.
Yo, que siempre fui un timorato en los estrados, que vivía la vida como en un sueño, empecé a recrearme en mis alegatos, a pasearme altivo por la sala, a mirar de frente a su señoría. Han pasado los años y sigo con el collarín. Gano juicios, replico, apelo, me he vuelto correoso.
La arqueología lo explica mejor que yo: en un yacimiento demostraron que cuando el ser humano levantó la cabeza y miró de frente al mundo, las bestias circundantes recularon.