El escritor alemán Thomas Mann (Lübeck 1875- Zúrich1955) fue de niño un estudiante mediocre, incapaz de acabar el bachillerato. Eso no impidió, que decenios después, recibiera el Nobel de literatura. Corría el año 1929 y tenía a la espalda una obra brillante y extensísima, pero fue su primera novela –Los Buddenbrook. Decadencia de una familia– la única composición (como a él le gustaba referirse a sus obras) mencionada en la ceremonia de Estocolmo.
En Los Buddenbroook (1901) Thomas Mann hablaba de Alemania a través de su familia y de los que la rodeaban. Su publicación desató la admiración hacia su prosa, pero también el enfado de algunos convecinos de Lübeck -su ciudad- que se sentían desfavorablemente retratados. En los cafés y tabernas circulaban listas que conjeturaban incómodas correspondencias entre paisanos y personajes. En su narrativa Thomas Mann era un pelín indiscreto (su hijos y nietos lo superarían con creces) y a menudo contaba “alegóricamente” su vida y la ajena, lo que no siempre era del gusto de los demás.
Las pulsiones y relaciones homoeróticas de Thomas Mann (que tuvo seis hijos con Katia Pringsheim) fueron en el conjunto de su obra un leitmotiv que impregnó su narrativa. A algunos de sus amores platónicos y/o carnales como Armin Martens, Williram Timple, Paul Ehrenberg o Vladislav Moes los recreó ficcionalmente en los personajes de Han Hansen en Antonio Kröger, Pribislav Hippe en La Montaña Mágica, Rudi Schwertfeger en Doctor Fausto y Tadzio en La muerte en Venecia, respectivamente. Por cierto, que en esta última novela, Thomas Mann se auto inmortalizó en el profesor Gustav von Aschenbach, un personaje que hoy resultaría controvertido por su mirada erótica, aunque sublimada, sobre el púber Tadzio (Acuérdese de la película homónima de Visconti). Y es que la vida y la obra de Thomas Mann fueron, en términos psicoanalíticos, una permanente sublimación, donde la pasión dionisíaca es creativamente puesta al servicio del orden apolíneo. Supongo que el salvavidas prestado por las teorías de sus admirados Freud y Nietzsche (y el matrimonio con Katia) fue lo que le permitió resolver -interior y exteriormente- la ecuación de su orientación sexual en una época en la que la homosexualidad era socialmente rechada y rechazable.
Otra ecuación que resolvió con soltura de premio Nobel fue la mezcolanza de sus vivencias personales con las vicisitudes históricas de la nación alemana y la expresión de sus ideas políticas, sin abrazar por ello, la tentación panfletaria. Me atrevo a decir que en este particular Thomas Mann consigue producir el fenómeno físico de la condensación: La montaña mágica –cuya acción transcurre en un sanatorio en el que pacientes de distintos confines europeos conviven y debaten ideas y cosmovisiones enfrentadas- constituye una metáfora de Europa enferma encaminándose hacia el horror de la Gran Guerra. A Mann le demoró doce años hacer de ella una “novela total”, una composición sinfónica y prismática de la realidad personal, social, cultural, política e histórica; una novela que, en definitiva, condensara “el todo”.
A su vez, Doctor Fausto (1947), escrita con el asesoramiento de Adorno, Stravinski y Shoenberg, narró la historia del pacto estético entre el diablo y el músico Adrian Leverkühn. Este le vende el alma a cambio de crear una música nueva que superara toda la anterior. El resultado fue una música “inhumana” que transgredía las reglas de la armonía y alejaba al arte del hombre. Por si acaso le faltara a usted perspicacia para captar el mensaje de Mann, le aclaro que se trata de una alegoría de Alemania, que en aras de un nuevo orden presuntamente glorioso, destroza la armonía humana mediante el pacto terrible con el nazismo. Ya se sabe… los pactos con el diablo nunca terminan bien.
A pesar de que inicialmente su confrontación con el régimen nazi no fuera directo, este prohibió su obra y le confiscó los bienes. Aprovechando entonces unas conferencias en Suiza, Mann decidió no regresar a Alemania y, finalmente, presionado por sus hijos, los también escritores, Erika y Klaus, se decidió en febrero de 1936 a hacer patente su antagonismo más contumaz. “Le dolía Alemania” y su caída abisal en el nazismo porque veía en la esvástica el ocaso de la herencia de Goethe, de Beethoven, de Brahms, de Wagner, de Schiller, de Shopenhauer… Se opuso, pues, a la sinrazón nazi que amenazaba a Europa, erigiéndose partir de ese momento en albacea de la cultura alemana. En su exilio -primero en Suiza y luego en Estados Unidos- decía llevar consigo a Alemania en la maleta. De ahí que lanzara al mundo una frase rotunda: donde yo esté, está Alemania. Era su modo (grandielocuente. Mann era narcisista y se sentía el nuevo Goethe) de oponerse en calidad de intelectual al discurso de apropiación de lo alemán que efectuaban Hitler y sus secuaces. La verdad es que la Alemania de la que hacía bandera en el exilio era la entraña misma de Europa como comunidad cultural. El escritor mexicano Carlos Fuentes así “lo vio” y lo escribió en 1950, durante un célebre “encuentro” con Thomas Mann en Zúrich, que nunca tuvo lugar, pero que no por eso deja de esclarecer lo que Mann condensaba: la lengua alemana era algo más que Alemania; era la lengua de Viena y Praga y Zúrich, y a veces hasta de Trieste y Venecia. Pero era Mann quien las reunía todas como lenguaje europeo fundado en la imaginación de Europa, algo más que sus partes.
Desde su exilio americano en Princeton y Los Ángeles, Thomas Mann se mostró muy beligerante contra Hitler y desarrolló una importante lucha contra el nazismo articulada en conferencias y discursos radiofónicos. Algunos intelectuales, sin embargo, continuaban afeándole su falta de diligencia inicial en la denuncia abierta del régimen de la esvástica. Acabada la guerra, otros le reprochaban que aquellas muestras de antagonismo solo se hubiesen producido desde California como “príncipe de los exiliados”. Esas críticas lo volvieron renuente al regreso y resolvió refugiarse de ellas en la neutral Suiza hasta el final de sus días. Después de todo, él siempre llevaba a Alemania en la maleta y no la echaría de menos. Poco antes de morir dejó terminado un ensayo sobre Schiller. Tenía ochenta años. El seis de junio se cumplen ciento cuarenta y cinco de su nacimiento en la ciudad de Los Buddenbrook.