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lunes, noviembre 18, 2024

La Rosa fue Clavel: 23 de abril, día del libro

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El 23 de abril celebraremos el Día Mundial del Libro sin librerías abiertas a pie de calle. Por razones psicohigiénicas he decidido ser optimista, así que me consuelo pensando que aunque la de este año será una celebración poco lucida, en cambio, lo será muy sentida. El exceso de soledad y de tiempo huero a que nos obliga el cautiverio profiláctico, hace que los libros cobren mayor atractivo no solo para quienes tenemos el hábito de leer, sino también para quienes lo perdieron o nunca lo adquirieron. Del mismo modo que personas confinadas (y posiblemente aquejadas de una suerte de síndrome de Estocolmo) han vuelto a mirar con apetencia a su pareja, también otras en la misma tesitura, han dejado de mirar al libro como un “bulto sospechoso” en la estantería, para considerarlo ahora un tentador objeto de deseo.  

El Four Roses con hielo que acompaña este artículo me lleva, mientras lo escribo, a imaginar a los “tontos del bulo” propagar viralmente la idea conspiranoica de que lo que nos sucede es producto de un pragmático plan de fomento de la lectura (lo cual sería un argumento magnífico para una novela post cuarentena, que tal vez escriba si la presente se prolonga demasiado). Precisamente en su política de fomento de la lectura, la Organización de la Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) proclamó en 1995, al 23 de Abril como Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor, aprovechando la coincidencia (el mal fario, diría yo) de que Cervantes, Inca Garcilaso de la Vega y Shakespeare murieron en esa fecha. Se trata desde entonces de una fiesta cultural muy celebrada en España, América Latina y gran parte (he dicho parte, no se me venga arriba) de Europa -no así en Estados Unidos- aunque felizmente, su incidencia resulta cada vez mayor en Asia y en África.

     Déjeme decirle que la celebración del día del libro no fue ocurrencia de la UNESCO (a cada uno lo suyo) sino de un quijotesco empresario español: el editor, traductor y escritor valenciano Vicente Clavel (apellido floridamente literario para un Quijote de las Bellas Letras), quien tras diversas gestiones con la cámara del libro de Madrid y de Barcelona y con el Ministerio de Trabajo, logró que el 7 de octubre, fecha del natalicio del inmortal Cervantes, fuese instituido en 1926 fiesta anual del libro español por Real Decreto de Alfonso XIII. Dos años más tarde, la fecha se trasladó al 23 de Abril para hacerla coincidir con la festividad de San Jorge, patrón de Cataluña y de muchos países (Inglaterra entre ellas, que curiosamente celebra el día del libro en cuatro de marzo), ya que la devoción a este santo se encontraba entonces muy extendida y también la costumbre de regalar rosas en su día.

Si acerca la lupa a la gesta libresca de Vicente Clavel (1888-1967) verá que que esta fue heroica, sobre todo si tiene en cuenta que la España de 1926 era mayoritariamente analfabeta. El decreto que instituyó la fiesta (redactado por el propio Clavel) supuso que más allá de los actos rimbombantes en reales academias, paraninfos universitarios e institutos de reino, ese día los libros -y la lectura en voz alta- estuviesen presentes en todas las escuelas nacionales por humildes que fueran, en los cuarteles, buques y arsenales de la Armada, en los establecimientos de beneficencia y en las prisiones. El decreto impuso la obligación a las instituciones subvencionadas por el Estado de destinar al día del libro un porcentaje estipulado a la compra y reparto de ejemplares. Asignó a las diputaciones el deber de crear bibliotecas y canalizó donaciones a hospicios, penales y colegios de huérfanos. La fiesta del libro se vio completada con descuentos directos a compradores y con la instauración de un premio al mejor artículo periodístico sobre el libro como instrumento difusor de cultura.

Pero si vuelve a poner la lente de aumento sobre Vicente Clavel, descubrirá, además, al intelectual, al hombre que vivió para, por y (beatus ille) de la Cultura. Autodidacta y políglota, a los catorce años ya era redactor en el valenciano periódico El Pueblo. Admirador de Blasco Ibáñez en su doble faceta de escritor y editor, a los veintiséis ya poseía en Valencia su propia editorial -Cervantes- que trasladaría a Barcelona, donde la industria del libro se hacía pujante, y en medio de la cual, se erigió en introductor de los escritores hispanoamericanos en España y Europa (digno antecesor, pues, de Carmen Balcells, la mamá grande) con la colección, entre otras muchas, de la “Biblioteca de Novelistas Hispanoamericanos”; títulos que por supuesto prologó ya que fue un autor dotadísimo para el género, capaz de atreverse con escritores tan dispares como E. Rodó, Selma Lagerlöf (primera mujer en recibir el Nobel de Literatura), N. Gogol o R.Tagore.

Ahí no queda la cosa, su conocimiento del inglés, del catalán y sobre todo del francés le permitió traducir a incontables autores (Phillips Oppenheim, Alfons Maseras, Madame de la Fayette, Alfonse Lamartine, Auguste Garde, Gustave Glotz, Pierre Lotí, Adolphe Lods, Marcel Granet y Charles Guignebert) .

Fue también autor de obras de contenido histórico y político (El fascismo: ideario de Benito Mussolini; Fermín Galán y su Nueva Creación; Historia de Inglaterra desde los orígenes hasta el fin de la Edad Media). En la vejez, convertido en abuelo, devino en escritor para niños y escribió -posiblemente para sus nietos- una colección de relatos infantiles: Cuando los grandes sabios eran niños; Cuando los grandes príncipes eran niños; Cuando los grandes bienhechores eran niños; Cuando los grandes médicos eran niños y Cuando los grandes inventores eran niños.

Concluyo este artículo con mi Four Roses en la mano y el pensamiento puesto en Cervantes, Garcilaso, Shakespeare… y en esa cuarta rosa que sin duda es Clavel. Brindo frente a mi biblioteca y tarareo una canción de Gabinete Caligari: Hay cuatro rosas en tu honor/ dentro del vaso que te doy.

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