La providencia lo adornó con talento, belleza y éxito sobrados, pero con una vida corta, aunque tan perfecta y redonda, que lo llevó a morir el día de su cumpleaños -Viernes Santo a la sazón- igual que el de su nacimiento. “Su muerte a los treinta y siete años es una de las mayores desgracias que le hayan ocurrido a la pobre especie humana”, escribió Stendhal en Paseos por Roma, libro que recomiendo ahora que la Covid-19 nos impide viajar.
Miguel Ángel Buonarroti (otro artista divino) sentía hacia Rafael celos no correspondidos y de tinte conspiratorios. Ambos eran los pintores preferidos del pontífice Julio II, mecenas del Arte que supo rodearse de lo mejorcito. Al primero le encargó la decoración de la Capilla Sixtina y al segundo sus estancias papales. En ellas Rafael ejecutó, entre otras obras, una prodigiosa parábola del conocimiento -el fresco de La Escuela de Atenas– que pasmó de admiración a su mentor. No era para menos; la magistral reunión que convoca en armonía y belleza a los sabios de la Antigüedad (Platón encarnado en Leonardo Da Vinci y Euclides en Bramante) lleva cinco siglos abriendo la boca urbi et orbi. Y con la boca de par en par y posiblemente ojiplático, quedó Rafael cuando Julio II le mostró en secreto -para no cabrear a Miguel Ángel- los progresos en la Capilla Sixtina. Rafael, prendado del trabajo de su adversario, se apresuró a incluir a modo de homenaje un retrato suyo en La Escuela de Atenas, inmortalizándolo (y además en primer término) en la figura de Heráclito. Miguel Ángel no agradeció el gesto y montó una zapatiesta colosal increpando a Rafael y tildándolo de plagiador. ¿Le he dicho ya que tenía mal genio?
El divino Rafael, sin embargo, era encantador y la afabilidad de su carácter se proyectaba en la delicadeza de sus dulces madonas. Acuérdese de La Bella Jardinera, de la Madona del jilguero o de la sin igual Virgen del Prado, por no hablar de Santa Cecilia o de Los Desposorios de la Virgen, donde todo es serenidad, ternura y equilibrio.
Pero es que además de un exitoso artista, Rafael también fue un hombre muy guapo, créame, ¡por fuera y por dentro!, lo que se dice un gran tipo… caritativo, apreciador del talento ajeno, generoso con los pintores de su taller y amigo de sus amigos. Pero, ay, la guinda del pastel rafaelita es que fue un apasionado del amor y ¡un amante apasionado!; apasionado y correspondido, vaya que sí, ¡plenamente! Adoró con el alma y con el cuerpo el cuerpo y el alma de Margueritha Luti (alias “la fornarina”), una humilde panadera del Trastévere.
No podía casarse con ella porque el Papa lo había comprometido con la sobrina de un cardenal, pero Rafael, estira que te estira, aplaza que te aplaza una y otra vez la fecha del casamiento, “se las arregló” para morirse antes de la boda, enfermando de la noche a la mañana de unas fiebres galopantes, posiblemente por intoxicación del plomo de la pintura, vaya usted a saber (chi lo sa). Soy una romántica incurable, así que prefiero la leyenda y creer que la causa del deceso fueron las galopadas de la panadera. Estaban locos el uno por el otro y se amaron hasta la extenuación (literalmente). En el testamento él le legó una cuantiosa renta que le resolvió la vida. ¿Se lo he dicho antes? Rafael era encantador.