La discusión acerca del aumento de las metas de reducción de emisiones estaba y sigue estando destinada a producirse el año próximo, de acuerdo con el mecanismo de revisión quinquenal decidido en París en 2015. Por lo tanto, el “fracaso” de la COP25 no reside en el fracaso a la hora de acordar esos aumentos, sino, antes bien, en el fracaso en llegar a un acuerdo sobre los aspectos técnicos, que, como en cualquier negociación de esta complejidad, son los factores decisivos: el diablo está siempre en los detalles. Unas reglas poco claras sobre las transacciones de emisiones implicarían un riesgo elevado de doble recuento de medidas de las que se ha dado cuenta insuficientemente, un “reciclado” de los créditos ya emitidos de acuerdo con el Protocolo de Kyoto, lo que llevaría — según las actuales estimaciones — a que las metas sobre emisiones decididas en el plan formal se diluyeran efectivamente en un 25% de media, convirtiendo así en letra muerta el Acuerdo de París.
La “coalición de los fósiles” ha estado intentando, mediante la discusión de estos aspectos técnicos, sabotear y hundir de modo efectivo el Acuerdo de París. Sobre todo, Brasil, país dirigido por Bolsonaro, que promueve actualmente la destrucción de la Amazonia y de los pueblos que viven en ella, ha sido la punta de lanza de un verdadero esfuerzo por sabotear las negociaciones del Artículo 6.
Así pues, ¿en qué punto nos encontramos ahora, tras el fracaso de la COP celebrada en Madrid? Respecto a la cuestión “técnica”, es decir, el Artículo 6, un grupo de países, entre ellos los países europeos y los países más vulnerables como son las islas pequeñas, se han puesto de acuerdo sobre los principios preceptivos para regular el mercado de emisiones de CO2, sobre los que se reanudará la discusión en junio próximo en Bonn.
El Acuerdo de Paris sale de aquí baqueteado y maltrecho, por supuesto, pero todavía en pie. En estas condiciones, 2020 se convierte en el año crucial para superar la resistencia del frente de la coalición fósil: la ronda final se decidirá entre las discusiones de junio en Bonn, la “pre-COP” juvenil en Italia y la COP oficial de Glasgow a finales de año.
Sin iniciativas de los grandes emisores, será difícil contemplar grandes progresos a escala política. La “coalición fósil” cuenta con Brasil, Australia, los Estados Unidos, Rusia, Arabia Saudí, India y China.
Habría que recordar que el Acuerdo de París se levantó sobre varias iniciativas previas, entre ellas la cooperación tecnológica entre los Estados Unidos y China, promovida por la administración Obama.
Hoy, como sabemos, el contexto internacional ha cambiado profundamente: la “guerra arancelaria” promovida por Trump está de hecho rediseñando — o tratando de rediseñar — los equilibrios de poder, y redefiniendo, en cierto sentido, la globalización, o lo que de ella queda. Todo este tiempo, afrontar el calentamiento global, la cuestión global más seria que afrontamos, requiere un alto grado de cooperación internacional.
A corto plazo, mientras esperamos a ver lo que traen las próximas elecciones norteamericanas, la única posibilidad de avanzar parece consistir en establecer un eje de cooperación entre la UE y China: el próximo mes de septiembre se ha planificado una cumbre en Leipzig, Alemania, como preparación de la COP26 de Glasgow, con el objetivo de entender si el impulso de transformación esbozado — bien que de modo torpe e insuficiente— por el New Deal Verde europeo y la revisión de los objetivos de reducción de emisiones, que han de ser decididos antes del verano, podrían ser la base de acuerdos tecnológicos con China. Por otro lado, China, junto a Brasil, India y Sudáfrica, apela a los países desarrollados a que mantengan su promesa de financiar a los más pobres. Desde luego, este es el momento de mantener esa promesa.