Cuando ya llevamos unos días disfrutando de la primavera meteorológica, que es cuando empezamos a disfrutar de temperaturas suaves, la primavera astronómica nos llega este año el día 20 de marzo, concretamente a las 21.59 horas (refiriéndonos al hemisferio norte de la Tierra). Ésta depende del equinoccio de marzo, que es cuando el sol está situado en el plano del ecuador celeste. O sea, que es el día del año que en que la luz solar dura lo mismo que la noche, y de ahí viene la palabra equinoccio (del latín aequus nocte, noche igual).
Además, es tiempo de Fallas. El 19 de marzo arderán, según la antigua tradición popular del gremio de los carpinteros de Valencia, los restos de virutas y trastos viejos, haciendo limpieza de sus talleres, coincidiendo con el día de su patrón, San José, y justo antes de la entrada de la primavera. No hace falta decir que esto es, hoy día, mucho más que una antigua tradición. Son las Fallas de Valencia, tierra del artista Joaquín Sorolla, quien pintó muchos de sus cuadros plasmando y buscando los detalles de los rayos de sol en el agua y en los miembros de su familia paseando por la arena en la playa de la Malvarrosa, en la capital valenciana.
En esta obra retrata a su mujer, Clotilde, junto a su hija María, quienes, durante un paseo por la playa, parecen dirigirse al encuentro de la otra hermana adolescente, Elena, que no aparece en esta pintura, aunque sí hay constancia de otra obra independiente, donde Elena parece que espera la llegada de su madre y hermana.
Sorolla se desplazaba a la playa de Malvarrosa de Valencia, quizá porque era la que más cerca le pillaba o quizá porque era la que más le gustaba, y sobre la misma arena pintaba. De hecho, en este cuadro, como en otros muchos, existen restos de arena, que desplazada por el viento, se pegaban al cuadro.
No terminaba sus obras en la misma playa, sino que ayudándose de la fotografía, arte que practicaba su mujer, las concluía en su estudio, consiguiendo plasmar el ambiente de una forma mucho más fotográfica que la realidad que podían conseguir las fotos en blanco y negro de aquellos años. Al ser ya un pintor de finales del siglo XIX y principios del XX, historiadores del arte no lo consideran ya impresionista, sino más bien “impresionante”, aun trazando pinceladas como las de aquellos. También es conocido como el “Pintor de la Luz”.
Joaquín Sorolla y Bastida nació en 1863. A los dos años murieron sus padres, víctimas de una epidemia de cólera, y fue criado, junto a su hermana, por su tía materna, que estaba casada con un cerrajero, y que intentó hacer de él un cerrajero de provecho. Gracias que no lo consiguió y, así, Sorolla estudiará dibujo en la Escuela de Artesanos de Valencia, donde coincide, entre otros futuros artistas, con los hermanos Benlliure. A los 15 años entrará en el taller del entonces afamado pintor Antonio García. Y será con su hija, María, con quien se case cumplidos los 25 años.
La fama y la fortuna le llegan a principios de siglo. Es entonces cuando traslada su residencia a Madrid, donde construye una vivienda diseñada por él, y que se convertirá, con el tiempo, en el futuro Museo Sorolla de Madrid. Murió en 1923, a causa de una hemiplejia.
En obras como ésta, es como si Sorolla atrapara la luz del Mediterráneo y la utilizara para iluminar las figuras de su esposa e hija, dándoles un color saturado, irreal, pero mucho más bonito y alegre que el natural. Atrapa el momento, con un tipo de pincelada muy suya, una pincelada suelta que capta el movimiento, el instante. De ahí que a su movimiento artístico se le llame Luminismo Valenciano, o Instantismo. Y de ahí que se hable tanto de la luz de Sorolla, porque su luz no es la plasmación de la realidad, sino la plasmación de la belleza, del color de un ambiente idílico, de lo que te gustaría ver en realidad. Es como pasar de un televisor en blanco y negro a un Full HD con el máximo de contraste.
En estos días de marzo se ha abierto una exposición sobre Sorolla en la National Gallery de Londres. A pesar de que hace un siglo también expuso en la capital inglesa con gran éxito, este año no parece haber tenido tanta suerte en su inauguración y está pasando un poco inadvertido para la prensa y el gran público, incluso con el tirón de la visita de nuestra reina. Y casi normal que ello ocurra así: ¿a quién se le ocurre llevar la libertad, la frescura, el color y la luz de la playa mediterránea a una ciudad de abrigos negros, caras largas y personas enlatadas en el metro?
Si hace un siglo a los ingleses se les podía tener por un pueblo culto, hoy día hablamos de ingleses y se nos viene a la cabeza una fila de muchachotes/as sentados en el bar más cutre, buscando el rayito de sol hasta en noviembre, con sus jarras de cerveza baratas en la mano, rojos como gambas, por el sol y por el alcohol, mostrando sus tatuajes por todo el cuerpo, con sus shorts y camisetas de tirantes. Si los hermanos Wright hubieran sabido que su invento iba a servir para transportar en masa a estos rubicundos mozos y mozas desde las Islas Británicas a las playas de Benidorm, igual la Historia de la Aviación hubiera tomado otro rumbo, nunca mejor dicho. Si ya lo dijo alguien: “El encogimiento de cerebro de una población es directamente proporcional al grado de comodidad y apatía de la civilización que la sostiene”. O, tal vez, no lo dijo nadie aún…
En fin, que hace un día buenísimo. Me marcho a pasear por la Malagueta…
Paraqué