En la segunda mitad del siglo XIX irse de cañitas era, más o menos, beber absenta. Pero no incluían ni tapita ni nada y tampoco es que fuera especialmente barato, sino que se trataba de una bebida muy alcohólica, pero que se tomaba por costumbre entre los bohemios, entre los frecuentadores de bares y garitos de la época. Costumbre que, sin saberse por qué, se puso de moda y así se hacía y así se bebía. Y así acababan todos medio adormilados, medio atontados, con la absenta, bebida que, en español, se conoce también como ajenjo.
Tiempo después, creyendo que era mucho más nociva de lo que es en realidad –que ya lo es de por sí por la alta cantidad de alcohol que lleva-, en muchos países llegó a prohibirse. Lo que en un principio se empezó a comercializar como un medicamento para los soldados, acabó por convertirse en un refresco alcohólico entre los que, por no estar sin hacer nada, terminaban haciendo un algo que resultaba ser bastante poco conveniente en la mayoría de las ocasiones, como ocurre ahora con los fumadores (que mienten diciendo que fuman por tener las manos ocupadas), o, peor aún, como ocurre entre los que beben por olvidar (que, en verdad, olvidan, sí, pero sólo el presente y nunca dejan de recordar el pasado).
Y es que cuando una persona dice, de un modo u otro, que trata de olvidar, en realidad, quiere decir que está entrando de lleno en una soledad profunda, rodeado de la multitud de personas de su vida y alrededor de un mundo que nunca se para y que se comporta como una centrifugadora, exprimiendo las últimas gotas de su esperanza en el pozo de la depresión, que más ahoga cuanto más lleno está.
El siglo XXI: el siglo de la tecnología, de las redes sociales, del “todo vale”, y también el de la soledad. Cada día hay más personas que viven solas. En algunos casos, por voluntad propia, y en la mayoría, porque no hay en quien confiar para compartir, no hay a quien ya le puedas importar, o, incluso más, cuando ya no te importa nadie. Distintas razones, mismo resultado: soledad.
Esta obra, al igual que la mayoría de las obras del pintor americano Edward Hopper (ya en el siglo XX), se citan como el arte de pintar la soledad entre las personas. A Edgar Degas, que era un asiduo a los tugurios parisinos de fin de siglo XIX, además de pintar bailarinas en el escenario, también le dio por pintar a los que él veía como solitarios bebedores de absenta, personas sin mirada, ajenas al ambiente que les rodeaba y que se movían por el mundo desprovistos ya de las ilusiones con las que habían soñado.
¿Quién no conoce a un supuesto solterito o solterita de oro, divorciado, separado o solterón de toda la vida? ¿Y quién no le ha hecho referencia en alguna ocasión sobre lo bien que vive? Y, a la vez, qué pocos conocen a quienes han escuchado a esas mismas personas quejándose del vacío interior que les invade, o de no saber qué razones les han llevado a vivir solos y seguir solos para siempre. Es curioso que, mientras más triste es una tendencia, más tendencia se hace, siendo el espejo donde se van a mirar los jóvenes del futuro, quienes ya ni se extrañan de la soledad de los demás. Es más, es que ya casi se extrañan de las familias tradicionales e, incluso, de las parejas que llevan más de 10 años juntos.
Quizá las relaciones personales hayan cambiado definitivamente en nuestro tiempo y ya no se entienda como una relación para toda la vida la relación ideal a la que aspiran nuestros jóvenes. Quizá, al igual que les ocurre con sus trabajos, empiezan a conformarse con el día a día, con el “lo que dure, duró”, sin más convencionalismos que cambiar de pareja de vez en cuando, como quien cambia de peinado o estilo de vestir cada cierto tiempo.
Tanto, quizá, no llegó a pensar Degas. Él se limitó a plasmar en pintura la falta de expresión de esas personas que vivían, como quien ya no vive, personas sin ilusión, sin objetivos, sin interés por la vida, sin nada, a excepción de ese pequeño estímulo del alcohol, como flor de loto, que quien la toma, termina por olvidarlo todo, aunque sólo sea por un rato, o hasta la mañana siguiente.
Las obras de Degas fueron, en general, bastante bien acogidas durante su vida. Su situación financiera siempre fue, aparentemente, desahogada. Es más, procedía de una familia criolla de Nueva Orleans (actualmente, Estados Unidos) que había regresado a Francia. Aun siendo reconocido como uno de los fundadores del impresionismo, él nunca se sitió incluido en este movimiento, sino que sólo se veía coincidente con ellos en tiempo y lugar. Él prefería denominarse como un artista realista. Murió en 1917, a los 83 años de edad.
Paraqué