Enero de 1920. En París, a los 35 años de edad, el pintor italiano Amedeo Modigliani muere de tuberculosis. Al día siguiente, su compañera y musa, Jeanne Hébuterne se suicida arrojándose por la ventana de un quinto piso. Estaba embarazada de casi 9 meses.
En realidad, la tragedia había comenzado 3 años antes. Jeanne, una joven artista de 18 años, conoce al, aún de poco éxito, pintor Amedeo Modigliani, 14 años mayor que ella. La atracción y el enamoramiento fue mutuo. Enseguida, ambos se van a vivir juntos al estudio de él, a pesar de la oposición de los padres de ella, que consideraban al pintor un judío depravado e inmoral.
Con Jeanne, de naturaleza dócil, tímida y tranquila, Modigliani seguiría abusando del alcohol y de las drogas. Incluso llegó a maltratarla en público.
A finales de 1918 tienen una hija, a la que también llaman Jeanne, pero a la que dejan en una institución, pues creían que no serían capaces de poder criarla. La niña, que nunca fue dada en adopción, sería recogida por su tía paterna unos años después.
El año 1919 fue el del gran éxito en la vida de Amedeo Modigliani. Su economía mejoró, aunque su salud, enfermiza desde niño, continuaba empeorándose: ya se sabe, a más dinero, más vicios. El 22 de enero de 1920 fue ingresado en el Hospital de la Caridad de París, donde muere el día 24. Al día siguiente, Jeanne, fuera de sí y rota por el dolor, se quita la vida y la del niño que llevaba dentro. Los padres de ella la entierran en secreto, lejos de la tumba de Modigliani. 10 años después, el hermano del pintor consiguió convencer a la familia para que los restos de ambos descansaran juntos.
En las biografías del pintor se relata de similar manera el suicidio de su pareja. En cambio, en las biografías de ella, se reprocha la vida disoluta del pintor, y se le acusa de arrastrar a un camino sin rumbo y al suicidio a esta joven y dócil pintora en ciernes.
Casi un siglo después, el problema del suicidio sigue siendo el gran problema silenciado de una sociedad que avanza en lo tecnológico y se extingue en lo moral, en lo ético, en la falta de valores.
Recientemente, en un reportaje de Informe Semanal, se puso por primera vez, en Televisión, número a la cantidad de suicidios en España: entre 3500 y 4000 al año, lo que supone el 1% de las todas las muertes registradas en nuestro país. Esta cantidad supone 3 veces el número de muertos en accidente de tráfico, y 80 veces el número de muertes por violencia de género. Y 11 veces más que el número de homicidios. Y, a pesar de lo que pueda parecer a muchos que sienten España como lo peor, en nuestro país es donde se dan los niveles más bajos en este tipo de muertes. Por poner un ejemplo, en los “dulcificados” países nórdicos, todas estas tasas de muerte se elevan, aproximadamente, en un 50%.
Teniendo en cuenta, además, y volviendo a los datos españoles, que por cada suicidio consumado se corresponden unos 9 intentos frustrados, la cifra de personas con problemas se eleva a decenas de miles anualmente. Tanto tiempo ha sido un tema al que se ha mirado con una venda en los ojos, como un tema tabú, que resulta extraño que, ahora, la OMS recomiende que sí se deba hablar sobre el suicidio. En la mayoría de los casos, al que lo ha intentado lo trataban de tildar de cobarde, de querer huir de los problemas. Se le suele juzgar con convicciones y experiencias propias, sin tener en cuenta la naturaleza del dolor o de la depresión tan profunda que le hayan podido llevar a ese intento de acabar con su vida.
Se nos pide que nos solidaricemos con las personas menos favorecidas y, en cambio, es casi como si se nos pidiera que apartáramos y censuráramos a quienes han perdido la fe en la vida, sin hacer daño a nadie, más que a ellos mismos. Difícil comprensión y lectura en una sociedad tan llamada a ser solidaria por ley. A veces, se cae en el inmenso error de no ver la tormenta ajena, con su correspondiente naufragio, a la vez que nos halagamos de ser solidario con quien nos pueda necesitar.
Menos generalidad, y más puntualidad: no hay que preocuparse tanto por el vuelo de las mariposas en Australia y sí más por el dolor del hermano, del amigo, del vecino. Sólo lo que no interesa es invisible. Sólo lo que no es rentable es invisible. Sólo lo que es indiferente es invisible… Y si lo que no nos interesa, ni lo que nos es rentable, ni lo que nos es indiferente se termina por invisibilizar, entonces, no sólo las personas individualmente tienen un problema, sino también la sociedad que ampara estos valores, dirigiéndose inescrutablemente al abismo de la decadencia y a su propio suicidio. Paradójico, pero, créalo así, muy cierto. Así, pues, aplausos para quien ha sabido ver que poniéndonos una venda en los ojos, obviando el mayor problema de la sociedad moderna, el suicidio y la soledad de las personas, así no íbamos a solucionar nada.