Jueces, abogados, políticos, banqueros, como todopoderosos dioses terrenales del siglo XXI, compiten entre ellos, como si de un juego se tratase, especulando con las vidas de la inmensa mayoría de Jobs anónimos, ciudadanos o clientes, presuntos culpables de leyes ambiguas, damnificados de vocaciones olvidadas y ambiciones desmesuradas, todas ellas llenas de indiferencia, insolidaridad y falta de compasión, edulcoradas con bonitas metáforas de justicia, igualdad, colaboración o interés público.
Mientras tanto, los libres medios de comunicación, temerosos de perder su sueldo y vociferando nada más que su independencia (dime de qué gritas, y te diré de qué careces), se enorgullecen de lo bien que giran en el mismo sentido y al mismo compás que la batuta de quien los dirige, del amo.
Entre unos y otros nos han enseñado a mirar a otro lado, a prejuzgar sin tener cargo de conciencia, a condenar en virtud de los valores democráticos que hemos aprendido. También nos han enseñado a saber perdonar y, sobre todo, a saber olvidar. A olvidarnos de los que se quedaron atrás, de aquellos que sabemos (porque nos lo han dicho, y mil veces repetido) que son culpables, que no son solidarios, ni igualitarios, ni inclusivos, ni integrados. Por tanto, debemos, como buenos ciudadanos libres e independientes, defender y colaborar con nuestro sistema, olvidándolos, condenándolos al ostracismo. Como recompensa, tendremos Black Fridays, smartphones de ultimísima generación, fiestas pagadas, rebajas para regocijarnos en el consumismo: nuestra colaboración es imprescindible para que la Gran Rueda siga girando. Cierto es que algunos quedarán atrapados y aplastados por esa gran Rueda. Son los llamados efectos colaterales: los desahuciados, los que mueren en silencio, en camino a ninguna parte, los que apenas llegan a fin de mes, los inadaptados, los que no piensan como la mayoría, tal como nos dice la Ley Nueva, la única verdadera y justa.
La verdad siempre será de los triunfadores, de los encargados de escribir la Historia. La culpa, sin duda, de los perdedores. Y en el supuesto de que tuvieran razón, que Dios los recompense en la otra vida. Seguro que algo habrán hecho para merecer el castigo que estén sufriendo. Mejor aún: que la memoria histórica les devuelva su dignidad. Y sobre sus vidas…, al fin y al cabo, ¿a quién le importa que se las devuelvan?
En el Antiguo Testamento, en el Libro de Job, se cuenta que Satán y Dios juegan con la vida de éste, que lo someten a sucesivas desgracias y sufrimientos. Apuestan para saber si será capaz de ser fiel a su dios, a la Ley de su época. Sus amigos, como buenos medios de comunicación, lo acusan de que su tormento sólo puede ser resultado de un castigo merecido de Dios sobre él. Ninguno levanta un dedo por él, porque ninguno se atreve a levantar un dedo contra la Ley.
Job, el rico y paciente ganadero, encarna el sufrimiento y la fidelidad a su dios. Y, a la vez, encarna el ejemplo de lo que ha de ser el buen ciudadano: nunca discutir la decisión del amo y aceptarlo incondicionalmente, tal como hace el mártir trabajador anónimo de nuestros días, fiel al Sistema, a pesar de sus consecuencias, tal como debe hacer el esclavo obediente respecto a su amo.
Y la historia entre amos y esclavos se repite generación tras generación. Cambian los nombres de los protagonistas, cambian los nombres de los pueblos, pero nunca cambia la historia. Y hasta el final de los tiempos, los esclavos deberán desconocer su condición.
La tecnología entretiene, las noticias (des)orientan, y la pertenencia al grupo, ciega. No te preocupes si no lo entiendes: a nadie le importa.
Léon Bonnat nació en Bayona, en el país vasco francés, en 1833. A los 13 años, su familia se trasladó a Madrid, ciudad en la que comenzará su formación pictórica en la Academia de San Fernando, donde coincide con José y Federico de Madrazo. Por mediación de este último, consigue sus primeros encargos. Pero, tras la muerte repentina de su padre, regresa con su familia a su ciudad natal, en 1853. Su primera referencia artística fue Velázquez, y eso se nota en sus primeras obras. Su admiración por los maestros españoles continúa con Ribera, el Greco, Goya. Siempre se mantuvo muy unido a España. Incluso a nivel familiar, pues su hermana se casó con el pintor Enrique Mélida, en 1882.
Considerado integrante de la corriente realista, sus retratos también adquirieron gran fama. Llegó a hacer una gran fortuna, convirtiéndose, además, en un gran coleccionista de arte, sobre todo, de pintores españoles. En 1891 donó estos cuadros a su ciudad, Bayona, donde se creó el Museo Bonnat, en su honor.
Murió en 1922, con 89 años. Dejó una gran producción artística. A pesar de no ser un artista muy renombrado posteriormente, obras suyas se encuentran en todos los grandes museos del mundo, incluyendo varias en el Museo del Prado.