Estamos muy acostumbrados a ver como la historia se repite una y mil veces, como la desconfianza, encarnada en los celos, acaba continuamente con tantísimas parejas, aunque no de una forma tan romántica como en el caso de nuestros protagonistas.
Orfeo era hijo del dios Apolo y de la musa Calíope. Tenía el don de agradar y, con sus cantos, ablandaba la fiereza de los animales más salvajes e, incluso, llegaba a estremecer a las rocas. Se casó por amor con la ninfa Eurídice. La felicidad de esta unión se interrumpió de golpe cuando Eurídice fue mordida por una serpiente y murió. Orfeo, roto de dolor, era incapaz de resistir la tragedia de vivir sin su amada. Se atrevió a bajar a los infiernos, al reino de Hades, algo a lo cual a ningún mortal se le estaba permitido. Tal era su desesperación, con el único objetivo de rescatar a su amada esposa.
Descendió al inframundo, acompañado de su lira, la cual no paraba de tocar y, a la vez, entonando cánticos. Caronte, el barquero encargado de cruzar en su barca a los muertos en camino al Infierno, quedó tan extasiado con su música que le permitió cruzar la laguna Estigia, sin cobrarle el pasaje que cobraba siempre. Una vez llegado a sus puertas, el perro (can) Cerbero, el guardián de los infiernos, al oír su música, inclinó la cabeza ante él y lo dejó entrar. Orfeo continuaba cantando y tocando su lira. Le acompañaban los espíritus que, tristemente, recordaban sus vidas pasadas. Incluso los demonios se paraban para escucharle tocar. Y así llegó hasta el mismísimo dios Hades, que también se sintió conmovido por su música y accedió a su petición de devolver a Eurídice al reino de los vivos. Tan sólo le impuso a Orfeo una condición: que Eurídice marchara tras él y que no se volviera a mirarla hasta que hubiesen llegado al mundo terrenal.
Orfeo emprendió la vuelta, contento por recuperar a su amada, tocando la lira y cantando sin cesar. Y así fue todo el camino de vuelta. Pero, cuando casi ya había salido de los infiernos y empezaba a ver la luz del sol muy cerca, no pudo resistir más y, creyendo que Hades se podría haber burlado de él, la desconfianza que se apoderó de él le hizo volverse para comprobar si Eurídice realmente lo seguía. Y sí, ciertamente, allí estaba ella, detrás de él. A la vez que pudo comprobarlo, incumplió la única condición que Hades le había impuesto. Inmediatamente, Eurídice se desvaneció y desapareció, para siempre, en el mundo subterráneo, en el mundo de los muertos. Orfeo quiso regresar apresuradamente al infierno. Pero, entonces, ya nadie quería oírle, ni a nadie le agradaba su música. Caronte lo alejó de malas maneras de su barca. Cerbero le gruñía desde la otra orilla. Y Hades, a lo lejos, le negaba insensible con la cabeza. ¡Había perdido para siempre a su amada Eurídice!
Bonita y triste historia, como todas.
George Frederick Watts, un popular pintor inglés de la época victoriana, plasmó en su obra el momento en que Orfeo observa cómo se desvanece y pierde a Eurídice. Unos años antes y en otro campo de la cultura, el músico francés Jacques Offenbach, compuso la ópera cómica (opereta) “Orfeo en los Infiernos”, basado en el mismo mito y que, a la vez, era sátira de la ópera del siglo anterior, “Orfeo y Eurídice”, de Gluck.
La opereta de Offenbach se hizo tremendamente popular por el final del segundo acto, su hoy archiconocido galop infernal: acababa de crearse la música del “Can-can”.
¡Hay que ver el partido que se le puede sacar a un mito griego…!