Acostumbrados, como estamos en el siglo XXI, a un exceso de literatura de todo tipo, de “overbooking” de aparatos tecnológicos y a un empacho de estímulos audiovisuales, el hablar de un punto de partida de nuestra cultura quizá resulte algo chocante.Más aún si otorgamos ese honor a algo tan peliculero como la Guerra de Troya.
Caso de no haberse producido este hito en la Historia, no creo que el presente actual fuera muy distinto al que conocemos. Pero sí apostaría que en vez de “Windows” igual estaríamos hablando de “Doors”, o en lugar de ser “Apple” su rival, quizá fuera “Lemon”. El caso es que somos nietos e hijos, a través de los romanos, de la cultura griega. Sí, estamos hablando de Grecia, del mismo país que casi hunde el euro, pero que sin él, tampoco hubiera existido nunca. Y el punto central de la cultura griega es, sin duda, la Guerra de Troya. No voy a explicar aquí las fuentes históricas. Para eso ya está la Wikipedia.
Como toda guerra, la de Troya, fue una más, injusta y motivada por temas económicos e intereses particulares. Y como sentido y explicación no tenía otro, ni podía dársele, pues, en ésta guerra, también se metió de por medio a los dioses vigentes de la época. Algo típico en todo tipo de contiendas: echar la culpa a otros.
Pues, ya centrados en Troya, la mitología cuenta que, con ocasión de la boda de Peleo con la nereida Tetis, se llevaron a cabo grandes festejos a los que asistieron todos los dioses, a excepción de Eris –la diosa de la discordia-, de la que sin querer se olvidaron (¡vaya tino!). Eris, enfadada de natural, apareció inesperadamente y lanzó una manzana donde se encontraban las diosas más poderosas: Hera, Atenea y Afrodita.Sobre la manzana figuraba inscrita la dedicatoria: “Para la más bella”, y ahí se “armó el taco”. Tanto Hera, como Atenea, como Afrodita querían para sí ese honor…
Y conociéndolas como las conocían, no hubo dios –en todo el sentido de la palabra- que se atreviera a dar un veredicto de cuál era la más bella de las tres. Zeus, quitándose el mochuelo de encima, propuso que fuera un mortal (y no un dios) quien juzgara. Se aceptó, por una casualidad que no era nada casual, que fuera Paris, un pastor, quien decidiera en la cuestión de la más bella.
¿Y qué tiene que ver Paris con Troya? Pues, mucho. Y esta es la parte de culebrón de la historia.Resulta que unos años antes, a Príamo, el rey de Troya, un oráculo le aseguró que el hijo próximo a parir su esposa, Hécabe, causaría la ruina de su ciudad. Así pues, una vez nacido el niño, ordenó su ejecución a un verdugo, que se lo llevó al bosque, pero que fue incapaz de cumplir la orden del rey, dejándolo abandonado. El niño fue recogido por unos pastores y criado por ellos (¡uy, cómo me recuerda esto a algunos cuentos tan famosos!).Y ese niño resultó ser el Paris pastor al que los dioses acudieron para dilucidar a quién correspondía juzgar sobre La Manzana de la Discordia (de aquí viene la famosa expresión).
Cada una de las diosas intentó sobornar a Paris para que la eligiera a ella. Hera, la esposa de Zeus, le ofreció las mayores riquezas del mundo. Atenea, la fama como guerrero y conquistador del mundo. Afrodita, más pragmática ella, le ofreció que tendría como esposa a la mujer más bella del mundo. Siempre se ha dicho que, más que dos carretas, tiran otras cosas…y el caso es que, aun sin verlas, Paris se decidió por Afrodita y fue a ella a quien concedió la manzana, como la más bella de las diosas.
Después de esto, Afrodita hizo que a Paris le reconocieran su origen regio y fue admitido nuevamente en la casa real troyana. Una de sus hermanas, hija de Príamo, resultó ser Cassandra. A pesar de que ella profetizó que Paris traería la ruina de Troya, nadie la creyó. De ahí viene el síndrome de Cassandra, el mismo que tenemos todos los padres cuando advertimos y advertimos a nuestros hijos, para que no se la peguen, y, al final, se la pegan igual.
Pasado el tiempo, Paris, de embajada en Esparta, se enamoró de Helena, la esposa de Menelao, el rey de Esparta. Afrodita indujo a Helena a enamorarse de Paris y a fugarse con él a Troya. Y con esto se “armó el cacao”. Menelao, el rey deshonrado, el rey con bicornio, junto a su hermano Agamenón, rey de Micenas, formó una coalición con los reyes de las principales ciudades griegas, con la intención de invadir Troya y recuperar a Helena. Casi 10 años duró la guerra, que terminó con el famosísimo episodio de la astucia de Ulises al ingeniar el archiconocido “Caballo de Troya”. Todos hemos visto esta parte de la película y, con ella, el final y la destrucción de la ciudad. Y todo esto no es cuento chino. Es un cuento griego. Un mito…, del que hemos heredado, nos lo creamos o no, la mayor parte de nuestra cultura occidental.
Y, sobre la obra de Rubens –al pobre no le hemos echado cuenta hasta ahora-, sólo apuntar que existen dos versiones: la más antigua está en la National Gallery, de Londres. Y la que traemos aquí, orgullo patrio, está en el Museo del Prado.
Arte intemporal. Belleza intemporal. Cultura intemporal
Arte para Profanos: El Juicio de Paris, Peter Paul Rubens, 1.639
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