Dorotea sintió húmeda la espalda del vestido. La madre entró en el cuarto con el peine, le cogió un mechón de pelo y lo desenredó.
-¿No sales a jugar a los árboles?
-Prefiero quedarme en mi cuarto… ¿Por qué no puedo peinarme yo?
-Si pones la cabeza recta acabaremos en un ratito.
La niña dio un paso adelante quejándose. La madre la sujetó por el hombro y la acercó.
-¿Y por qué no me lo cortas?
La madre salió y Dorotea cerró la puerta con sigilo. Desde que le construyeron su dormitorio en el patio de dentro, tenía un cachito de cielo empapelado de rosas pintadas para soñar con príncipes y duendes. De un hueco de la librería cogió el tomo tres de los “Cuentos de Hadas”, se sentó en el borde de la cama y comenzó a leer “El enano saltarín”.
Dorotea escuchó que su madre la llamaba, dejó el libro abierto bocabajo sobre la colcha y corrió a la cocina. La madre miraba por la ventana encima de la olla humeante.
-Ayuda a Nona que viene cargada del mercado.
Al abrir la puerta un viento caliente le rozó la cara. Giró la esquina y al final de la calle vio a su abuela de negro con dos grandes cestas y le pareció que le pesaban los zapatos. La llamó y la mujer se detuvo apoyando las cestas en la acera sin soltar las asas. Junto a ella sentados en un banco una pareja se besaba. La chica tenía sus piernas sobre las de él y se abrazaba a su cuello. La niña corrió esquivando los árboles cuyas ramas se movían como si fuera otoño.
La niña la besó. La anciana levantó las cestas, suspiró profundo y comenzó a andar despacio.
-Ya mismo estarás más alta que yo…
-¿Te ayudo?
-Ya estoy llegando, no hace falta… Vaya terral que hace hoy.
-¿Qué es terral?
-Un aire que nos hace sufrir durante tres días, un infierno de calor.
La abuela dejó las cestas junto al frigorífico. De una fue sacando las bolsas con guindas, plátanos y otros comestibles y las dejó sobre la mesa.
-También he comprado unos yogurts para la niña.
La madre de Dorotea se lo agradeció y secó los cristales de la ventana abierta de par en par con un paño.
-Hay que ver qué poca vergüenza tiene la juventud de hoy; ahí besuqueándose en el banco a plena luz del día y encima la niña fumando, qué bonito. Anda, la madre estará muy tranquila en su casa.
-Déjalos que disfruten – dijo la abuela.
-Pues anda que tú también has cambiado, a mí no me decías esas cosas en mis tiempos de moza.
La abuela se giró hacia la ventana y miró al horizonte.
-Y con este calor tengo que volver a mi casa.
-Quédate a comer.
-Tengo ganas de llegar y sentarme en la mecedora.
-Pues descansa un rato.
La abuela se sentó. La niña cogió una guinda y se la llevó a la boca.
-Pero, Dorotea, enjuágala antes, y haz el favor de darme un poco de agua que tengo la lengua seca.
La niña le sirvió un vaso de agua de la botella de Casera del frigorífico y se fue al dormitorio. De los singles de la librería cogió el “Vals de las mariposas” y lo puso en el tocadiscos. Le pareció que sonaba la voz de un duende. Cambió las revoluciones y dejó de nuevo la aguja en el borde del disco. En el primer compás abrió los brazos como si fueran alas. Se cogió ambos lados de la falda con dos dedos y giró varias veces hasta que se detuvo en seco. Asintió inclinando la cabeza, simuló que el chico de sus sueños le sostenía la mano a la altura del hombro y se balanceó. La abuela entró en el cuarto de Dorotea.
-Me voy, ¿quieres venirte conmigo? – ella asintió varias veces con la cabeza– Anda, pues coge un camisón fresco.
La abuela se acercó al altavoz despacio meneando la cabeza. La niña sacó del fondo del armario un vestido verde con mariposas y extendió la falda por una punta.
-Mira el vestido que me ha hecho mamá para la boda de tito.
-Esta canción le gustaba a tu abuelo… Anda, de capa entera como a ti te gusta.
En la calle de su portal la anciana se detuvo en el escaparate de una mercería y dejó la cesta en el escalón.
-¿No te gusta hacer punto de cruz? Mira qué flores tan bonitas tiene ese mantel.
-Todavía está ahí el biquini colorado.
-Tu madre te ha hecho uno de crochet precioso.
-Sí, pero se clarea.
-¿Y eso no es la moda ahora?
-Además es cruzado mágico como los sujetadores.
La dependienta sacó el mantel de flores rojas y los hilos que necesitaba. La abuela lo levantó por una esquina.
-Y tiene sus servilletas y todo, ¿no te gusta?
-Sí, pero prefiero el biquini.
-Pues llévese los dos y otro día me los paga.
Al entrar en el portal la abuela le dio un billete a Dorotea y le dijo que comprara en la bodega de al lado una Casera Cola.
Al volver, un vecino hablaba con la anciana abriendo la puerta del ascensor.
-Puede que sea una gastritis, a mí me dio una vez y me retorcía de dolor.
-O alguna cosa que me haya sentado mal.
-¿Esa es su nieta? Pero si está ya hecha una mujercita.
Los tres subieron a la tercera planta.
-Pues hace hoy un terral que no hay quien lo aguante – dijo el hombre.
-No recuerdo un verano tan caluroso como este.
El hombre abrió el ascensor con el brazo extendido. La niña pasó debajo, él pegó su espalda a la puerta y dejó salir a la anciana.
La abuela se mecía despacio mirando en la tele “Señoras y señores”. Se quitó las gafas y dejó el mantel de punto de cruz sobre la mesa de camilla. La niña bailaba a un lado de la televisión.
-Mírame, Nona. ¿Has visto como doy la vuelta de un salto?
-Sí, pero se te va a ir la cena a los pies. ¿Nos vamos a dormir?
-Espera, que ya está terminando el programa.
El reloj de pared dio la medianoche. La niña apagó la televisión y cogió de una balda de la librería “Casas del mundo”. Había hojeado el librito cientos de veces pero no le cansaba mirar las imágenes de casas de madera confortables, iglús, cabañas y chozas.
La abuela sacó del mueble una botella de Marie Brizard.
-¿Quieres una palomita? – la niña asintió – Pero no vayas a decírselo a tu madre.
La abuela abrió el grifo y puso un poco de agua en uno de los vasos. Acercó un banquete y se sentó junto a Dorotea. La niña dejó el libro sobre la mesa y le acercó el vaso para brindar.
-Salud – dijo la abuela y tomaron un sorbo.
-Qué rica está. ¿Por qué no me cuentas cosas del abuelo? ¿Es verdad que estuvo en la cárcel?
-Él no mató a nadie, ni robó. Fue por vender tabaco a los fugitivos.
-¿Qué son fugitivos?
-Los que huyeron a las montañas después de la guerra… Alguien le delató.
-¿Y por vender tabaco te metían en la cárcel?
-Porque eso les parecía que era como ser amigo de ellos. Estando en la cárcel, su hermano se puso muy enfermo de tuberculosis. Cuando murió no quisimos que lo supiera, bastante tenía con estar allí, y nos escribió en una carta: “No hace falta que me contéis lo de mi hermano. En un sueño le he visto en un ataúd.” No estudió nada pero era muy inteligente, a él le gustaba mucho leer.
-¿Y cómo os conocisteis?
-Pues una mañana entré en una zapatería y él me atendió. Fui a por unos zapatos y salí con un novio. A nadie podía decirle que no, todo lo daba… Si hubiera nacido mujer, habría sido una cualquiera.
-¿Una cualquiera?
-Tú eso no lo entiendes todavía… Y le engañaron, muchas veces. Una noche le dio dinero a un socio para montar una tienda, y al otro día llegó diciendo que le habían robado. Otra vez le vendieron un camión de fruta y debajo estaba toda podrida. Alma mía… Aún me parece oír sus llaves abriendo la puerta.
Dorotea recordó que un día mientras tomaba un yogurt de chocolate, su abuela se desató el delantal al llegar su abuelo. Él la abrazó muy apretado antes de que se lo pudiera quitar.
-Dime cuánto me quieres, ¿me quieres mucho? – le dijo.
Al reparar en la niña desvió los labios hacia la frente y se pasó la mano por la calva brillante.
-Pero si está aquí mi mariposilla…
Acarició la cabeza de Dorotea despeinándole un poco el flequillo y se sentó en la mesa a su lado. Cogió del frutero una naranja y la peló. Encendió una cerilla y doblando un trozo de la cáscara la acercó. Al inflamarse a la niña le pareció un truco de magia.
-¿Has visto? Pero tú no vayas a hacerlo que puedes quemarte.
La abuela le retiró el vaso a Dorotea y la niña bostezó.
-¿Puedo dormir contigo?
-¿No te habré asustado?
La niña no supo qué contestar, sólo tenía la sensación de que las cosas cambiaban, que las personas podían irse de un día para otro y no verlas más.
-¿Crees que estará en el cielo?
-Él creía en Dios, en lo que no creía era en los curas. Si hay un cielo grande, allí estará él ahora.
La anciana se quedó mirando al aire. En la despensa sonó como si se cayera una olla y fue a abrirla. Miró en el interior moviendo la cabeza despacio de un lado a otro.
-Parece que todo está en orden. Anda, vamos a dormir.
-Pero, Nona, ve tú delante.
Dorotea se puso el camisón frente al espejo de la cómoda. La abuela entró con una escupidera y la puso bajo la cama.
-Si tienes ganas, haces aquí.
-Me recuerda a cuando era pequeña. Para no salir al patio en invierno mamá me la ponía debajo de la cama.
-Bueno, de eso no hace tanto – la abuela se volvió para ponerse el camisón – ¿Cuando seas mayor qué vas a estudiar?
-Me gustaría ser secretaria.
-¿Secretaria? Tú, por lo menos, maestra. Anda, cierra los ojos que es tarde.
El reloj dio la una y la niña se volvió hacia la ventana. Desde allí podía ver las estrellas y la luna casi llena, y con esa imagen se quedó dormida.
El reloj dio las cuatro. La abuela se incorporó.
-Ricardo de mi alma… ¿Qué quieres, Ricardo?
La niña abrió los ojos pero no se movió. La abuela salió del cuarto. Dorotea se levantó y la vio desde la puerta mirando al reloj.
-Ricardo de mi vida, qué quieres.
-Nona, con quién hablas.
-Es tu abuelo, ¿no lo ves? Está ahí delante del reloj.
-No veo a nadie.
-Anda, vamos a la cama, que te vas a desvelar.
-Nona, qué pasa.
-Tu abuelo, que me está llamando.
El sol entró por las rendijas de la persiana y olía a anís. La niña palpó el otro lado de la cama vacía, escuchó la mecedora y volvió a quedarse dormida. La voz de su madre la despertó cuando el reloj dio las doce.
-Si te sientes mal, lo mejor será que te vea un médico.
Un domingo a mediados de septiembre el padre de Dorotea abrió la puerta de su cuarto sosteniendo una guita con churros. Inclinó un poco la cabeza para no darse con el marco. Desde la cama parecía aún más esbelto.
-Mamá ha ido con tu tío al hospital, a Nona la van a operar mañana.
-¿Qué tiene?
-Es solo un bultito que le ha salido en la barriga. Desayuna y si quieres te llevo a verla.
-¿Y qué me pongo?
-Dice tu madre que el vestido azul. Mientras te vistes voy a calentarte un cola-cao. ¿Quieres unos churros?
La niña se destapó y el Cuento de Hadas cayó al suelo. De un salto salió de la cama. En el armario buscó entre las perchas el vestido de las mariposas con el que no dejó de bailar en la boda de su tío. Recordó a su abuela con la silla girada hacia la pista de baile, mirándola muy seria con un codo en la mesa y la otra mano en la rodilla.
Dorotea pegó dos veces con los nudillos en la puerta de la habitación ciento diecisiete. La madre le abrió y ella sintió que le hervía algo en el estómago. Al ver a la abuela de pie apoyada en la cama hablando con la enfermera quiso pensar que sería un bultito sin importancia y se acercó a darle un beso.
-Mira, esta es mi nieta.
-Sí que es guapa, y tiene un pelo precioso.
-Pues quiere que se lo corte – dijo la madre.
-Y qué más da, si eso crece… – comentó la abuela.
La enfermera sujetó el pomo antes de salir.
-Pues nada, señora, tranquila que sólo es para cerciorarnos.
La madre sacó un brazo por la ventana abierta y saludó a su marido mirando a los aparcamientos.
-Anda, iros ya a darle un paseo a la niña.
-¿Y te vamos a dejar sola? – dijo la madre.
-En la habitación de al lado hay una paisana mía. Iré a charlar con ella. Vive en la misma calle en que nací.
-Dorotea, baja y dile a tu padre que no hace falta que aparque que en seguida voy.
La abuela cogió la cara de Dorotea con ambas manos y le dio dos besos sonoros. Sentándose en el borde de la cama le sonrió y a la niña le pareció más feliz que unas castañuelas.
Dorotea regresaba de su primer día de curso dando pataditas a las piedras. Al doblar la esquina de la calle de los árboles vio a su madre que se bajaba del coche de su tío. Iba a correr para saludarle pero vio su vestido negro. La mujer agarró del brazo al tío como si se colgara otro bolso. “La echaremos mucho de menos, pero estoy tranquila, la llevamos a los mejores médicos, y le hicieron todo lo que le podían hacer.”
La niña se acercó despacio a besar a su madre.
-¿Y Nona?
-Está muy malita… –Dorotea bajó la cabeza– Si quieres, el sábado vamos a que te corten el pelo.
Vlas de las mariposas, José Vélez
Blog de Eugenia Carrión