Pensaba en ti cuando mamá abrió la puerta y me dijo:
–Ahí tienes una carta. Pero pone “Peutenia” –y sonrió.
“El Kermi”, un coeficiente superior al cien por cien, hacía caricaturas; “el Comeflores” ponía de los nervios al jardinero; y los “Ricitos”eran once hermanos que creían en los Reyes de Oriente. Con todos ellos se llenaba la piscina y parecía comenzar el verano. El mayor organizaba excursiones al cementerio con una grabadora. Los demás le seguíamos en fila india riendo de miedo. Otras noches, jugábamos a las prendas y cantábamos con la guitarra. Hasta que algún vecino nos volcaba un cubo, o nuestros padres nos llamaban desde el balcón. Pero, para mí, el verano llegaba contigo. Los “Tiemblos” erais unos gemelos diferentes. El pelo de él era corto y escaso; el tuyo, rizado y oscuro. Un día, sentado en la escalera de la playa, me preguntaste: “¿Esa P de qué es? ¿De Peutenia?” Y así me quedé. Una noche me llamaste por mi nombre. Saltábamos en las camas elásticas. Me doblé un tobillo. Y acariciándolo te declaraste. Me pellizqué en el brazo. Esa tarde, en el campo de fútbol, volver juntos en tu bici fue como un sueño. Tú, delante, pedaleabas de pie y, a ratos, descansabas sobre la barra. Yo iba sentada en el sillín. Después, en el cine de verano, las madres se marcharon con los más pequeños. Los amigos, detrás, medio en broma, insistían: “Tiemblo, Peu tiene frío”, y me diste el jersey.
Miré el remite y me puse más contenta que la noche del Carmen cuando enrollamos las sillas locas dando vueltas. Tú sujetaste mis cadenas poniendo los pies en mi respaldo. Al tomar velocidad, me empujaste y salí despedida como volando en un torbellino. Más tarde, en la caseta, me enseñaste a bailar el rock de las horas. Sólo tú me hacías girar sin marearme.
Me encerré en mi cuarto más excitada que en una de nuestras peleítas. Una noche, en la playa, me lanzaste vestida al mar. Al salir del agua, oí: “No llores que se me parte el corazón”, y te zambulliste en una ola. Me sentí más feliz que la mañana que hundimos el “Queen Loren” por sobrepeso y tuvimos que sacarlo a nado, más que cuando gané la medalla a la mejor portera, mientras tú sonreías enganchado a la alambrada.
Abrí el sobre despacio, y vi un trozo de papel higiénico. Y sentí miedo como en la torre Dorotea, como en el acantilado, como en la cueva del burro, como la tarde que te perdiste con mi mejor amiga. Como la noche que la atropellaron. No supe contárselo a su madre. Se levantó de la mesa y gritó: “Mi niña”. Salió corriendo y ya no estaba. Y me sentí más triste que mi repertorio de canciones tristes.
La leí temblando. Comenzabas pidiéndome perdón. Te excusabas explicando que era el único papel que tenías a mano. De paso, decías, yo podría comprobar la calidad del que usaban en tu casa. Conservabas la trencita con el lacito rojo que te di el último día. Antes de firmar escribiste: “Pos nada, que por aquí se te echa de menos”. En la posdata añadiste: “Y que te quiero, coño”.
Me gustó más que el puré de mamá, que las gominolas, que los bombones de licor o el chocolate blanco. Mucho más. La leí mil trillones de veces. Y la aprendí de memoria. La llevaba siempre conmigo entre las hojas de un libro y, a escondidas, la sacaba en la clase para enseñársela a mis compañeras. Se reían: “Ya está Peutenia otra vez con la carta”.
A veces llegan cartas, Julio iglesias
Relatos Para Normales, blog de Eugenia Carrion